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Opinión

Moby Dick y la realidad insolente

Columna destacada

El narrador de la novela de Hermann Melville tan conocida por la mayoría de nosotros, prescindiendo de su lectura, nos lleva inmediatamente a un mundo de aventuras. Moby Dick es mucho más que eso. Escrita a mediados del siglo XIX, cuando la literatura norteamericana estaba en su proceso naciente, con algunos escritores importantes como Poe, Emerson, James ya instalados, se muestra como una parábola de la condición humana. La dimensión de aventura que tiene la novela es la dinámica con la que nos lleva a una interpretación a otro nivel, al del hombre y sus conductas.

Ismael, quien nos narra la aventura, único sobreviviente del Pequod (la embarcación en la que navegan), que pronunciará la frase más célebre de la literatura americana: “pueden llamarme Ismael”, nos cuenta la ceguera del capitán Ahab por doblegar a una ballena albina que, en una lucha previa, en otra travesía, se había quedado con una de sus piernas. Lo describe como un hombre enceguecido por la venganza, por la caza de esa ballena. No de cualquier ballena, de esa. La caza de los cetáceos era fundamental para la provisión de aceite que alumbraba, lubricaba las pocas máquinas que existían; como el petróleo en la actualidad. El capital Ahab no escucha consejos, ni opiniones o advertencias de los peligros que corren por su enceguecimiento ante la obsesión que lo gobierna: esa ballena. Hombre de gobierno despótico, arriesga no solo la vida de los que navegan con él sino la fuente de recursos para la de quienes financiaban ese tipo de viajes. No repara en su familia, ni en la de sus hombres; lo mueve un deseo ciego vindicatorio. Extrapone sus caprichos proyectándolos sobre un animal que no hace otra cosa que desplegar su naturaleza; lo que proyecta en el animal es su propia alma oscura deseosa de una venganza inadecuada.

Melville describe el empecinamiento, el rencor y el deseo de venganza con reminiscencias del vivido por Aquiles en la narración de la Ilíada; claramente conocía La Divina Comedia de Dante por las similitudes entre el naufragio del Pequod y el naufragio de Ulises narrado en el canto XXVI del Infierno. Ahab sintetiza el rencor de Aquiles y el desprejuiciado arrojo de Ulises. Ahab es rencoroso y atrevido. Su rencor se expresa en su atrevimiento y los costos de vidas humanas no califican como argumento para la prudencia; solo lo mueve su ambición.

El lunes pasado el valiente fiscal Luciani (en Argentina, desde Nisman, ser fiscal es solo para valientes) pidió doce años de prisión, el decomiso de varios miles de millones de pesos y la inhabilitación para ejercer cargos públicos a la vicepresidente. Las consecuencias se desataron con un vendaval de amenazas, movilizaciones y descalificaciones hacia un hombre –el fiscal- que no hizo otra cosa que cumplir con su deber. El Ministerio Público qué puede hacer sino acusar en nombre del pueblo con fundamentos más o menos sólidos que evaluará posteriormente un tribunal. Las reacciones dieron –y siguen dando- la sensación de haber violado una norma propia de la divinidad.

Las pruebas ofrecidas, contundentes para unos, insuficientes para otros, son la presentación de alguien que, si no existiera ese rol, viviríamos a merced de un monarca absoluto que podría disponer libremente de los bienes y de las vidas de cualquiera con menor poder. Pareciera que ni la función del Ministerio Público puede atreverse a considerar la posibilidad de la desconfianza en las conductas de Cristina Elizabet Fernández cuando fue presidente. La Justicia, en consecuencia, puede ser un bien que no alcanza a todos por igual; no se la condenó, aún; se la acusó, se la expuso a consideración, conforme a pruebas, de un tribunal que determinará su grado de responsabilidad y la existencia de delito o no. Frente al riesgo del escarnio público fueron movilizados todos los resortes reivindicadores antes de que se expidiera quien juzga responsabilidad en los hechos. Qué similitud con las amenazas. Es como decir: imagínense si ante la acusación se reacciona de este modo, cómo será ante la condena.

Muchos argentinos estamos cansados de hacer cuentas y concluir que no resulta sencillo justificar de manera honesta la acumulación de riqueza de la familia Kirchner. No me detengo en eso; lo preocupante es el desconocimiento de la autoridad de las instituciones que nos mantienen con vida posible en sociedad. Ahab había perdido una pierna por las reacciones naturales de una ballena que se defendía de ser capturada; la noche que cayó sobre su alma por los deseos de venganza y resentimiento, no repararon en gastos humanos y materiales; una fuerza oscura movilizaba todos sus recursos bestiales como si la ballena fuera responsable de las consecuencias de su lucha por la vida. Los cazadores de cetáceos tenían argumentos comerciales, profesionales para marchar tras la presa; tenían razones, motivos que justificaban su actuar; los accidentes eran males colaterales a los que se exponían. Hoy hablamos de protocolos de seguridad para reducir los riesgos de accidentes en cualquier actividad; antes también, aunque los llamaran de otro modo. Los resguardos son cuidados que se toman para reducir costos posibles. Las instituciones son eso: resguardos para que la sociedad reduzca riesgos. La argumentación propuesta el martes por la acusada principal desde el Senado parecía la reacción desbocada de quien, llevada por lo bestial de su condición humana, procuraba imponer miedos a todos, a la sociedad en su conjunto, no solo a los miembros del tribunal y al fiscal.

Toda esta semana hemos escuchado justificaciones a través de argumentos secundarios; por ejemplo, una palabra escuchada hasta el hartazgo es lawfare. Otra es la justicia controlada por el macrismo; o el temor que despierta Cristina Elizabet Fernández como política, por eso se la proscribe. Que el bolso de López provenía del macrismo. Y la amenaza desafiante: “si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”. No importa que se hayan respetado los procesos normativos preexistentes a las denuncias que refieren a la vicepresidente; lo importante, para este grupo de personas, es que se apliquen los recursos que provee la ley. Ella está más allá de la ley. Ella es la ley. Ella fue desafiada, perdió la estabilidad que le daba la impunidad de su soberbia y su poder; ella está sometida a la realidad de la sociedad organizada (sin alusiones peronistas) que esta vez se rebela a ser funcional a sus caprichos de diva “bronceada” por la historia. Antes del fallo, al que ya desafía, la historia le dedicará algunos renglones para bucear en las causas judiciales que la sombrean. Qué cruel es la realidad cuando no se somete; y a la larga, veloz o lentamente, se impone siempre.

Desde que retomamos la senda democrática, hace cuarenta años, hemos consolidado el proceso como sistema. Desde 1930 hasta 1983 tuvimos mucha inestabilidad política. Hoy ese horizonte ha desaparecido; hemos progresado. La democracia está en falta con el desarrollo económico que brinde posibilidades para una vida digna y próspera. Nuestra historia tiene mucha riqueza en científicos, con destacados hombres que hicieron un aporte notable para el desarrollo de la humanidad; deportistas que nos deleitaron con sus hazañas en lo propio; líderes de fuste como la generación del ochenta con todas sus oscuridades y pobrezas; actores, músicos prestigiosos, escritores destacadísimos, como Borges, Cortázar, Saer; hasta un Papa; y tantos hombres notables que se destacaron mucho. Estamos en falta con el presente en cuanto a la calidad de hombres de estado que sean capaces de aunar proyectos que nos pongan en la senda de la normalidad, del desarrollo, de la previsibilidad.

Finalmente, me llena de esperanza que la justicia actúe como lo que es: un poder independiente y que no se someta a los caprichos del autócrata de turno –aunque solo sea aspiracional-. Es un progreso no menor. Dios quiera que sea el puntapié del ingreso en la previsibilidad de la vida institucional completa. Percibo, por lo que vi en el fiscal y el tribunal de jueces, que actuaban sin miedo. Condición necesaria para el ejercicio de la libertad.

 

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

 

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