Posiblemente el piropo más significativo me lo haya dicho, muy al pasar, Rodolfo Cruz, quien fuera mi pareja por más de 20 años.

Estábamos conversando sobre mi hija menor y le comenté que si yo hubiera elegido la carrera que ella estudiaba, nunca iba a poder aprobar química. Me contestó, muy seguro: “Lo hubieras hecho y te hubieras recibido sin problema”. Lo miré unos segundos. Las personas que bien te conocen a veces son como lupas.

No siempre soy consciente de los pasos dados, tal vez porque en vez de detenerme ya estoy pensando en el próximo. En la mayoría de las veces, sólo el distanciamiento me da dimensión de ellos. Hace varios años atrás, mi hermano Aldo comentó que “me crié casi sola”. Hoy, madre de dos mujeres, me doy cuenta de que tenía razón: a los 23 años, me valía por mis propios medios. Única habitante de una casa demasiado grande.

Pero esta reflexión viene por otro lado, mucho más doméstico (o no). En la etapa roja de la pandemia, en ese tiempo de puertas adentro, decidí transformar un sector descuidado del fondo, con una penca invasiva y tosca, una enredadera casi seca, en un cantero con flores. Y le sumé un valor agregado: iba a armar los plantines.

Ya venía haciendo intercambios de “cajitas felices”, y entre esas, la de Mati Morales, de Tinogasta, llena de semillas y bulbos. Hermosos actos de amor. Se sumaron semillas de Víctor, o mi cuñada María, desde San Juan, plantitas de Érika o Ramón y Ely.

Solo adquirí un almendro, una especie de reivindicación para mi padre, que había plantado uno que llegó a dar frutos contra toda mala profecía, a quienes las hormigas me lo arrebataron en la batalla.

Fueron muchos meses de cuidados, de una paciencia infinita, donde las hojas parecían demorarse a propósito para poner a prueba mi ansiedad. Quería ganarle al calor, que entre ellas se cubrieran y se protegieran. Investigar algunas especies nuevas y así diseñar y reconocer la evolución, las texturas, las dimensiones. Lloré el día en que el primer narciso se embebía de la luz del día, porque era la primera vez que veía uno.

Pero no dejaba de alimentar una idea, como un acto de psicomagia: cuando el cantero estuviera lleno de flores, iba a sentir una especie de sanación o epifanía.

Después de muchos meses de cuidados, de robarle tiempo al descanso, de lidiar un campeonato con las hormigas, sacarme espinas hasta de las uñas, acompañada por ese gato callejero que es casi mi sombra, ese espacio yermo y tristón hoy detiene la mirada con un verde vital y cientos de flores variopintas. Puedo sentir que lo logré.

Sin embargo, no hay nada de psicomagia. Sigo en el mismo plano terrestre y mundano donde los sentimientos nos bambolean cada tanto, frágil como los gajos de conejito que se quiebran, volátil como las escabiosas, elevada como la malva real que parece no detenerse jamás en altura. No aprobé química, pero si una alquimia de entrecasa.

La vida se ha encargado de enseñarme que, aunque logro mucho de lo que me propongo, tengo límites, y que cada elección implica miles de renunciamientos o pérdidas. (por ejemplo, del compost han salido tomates, que los dejo seguir su curso, junto con algunas mentas y albahacas, pero he descuidado la huerta que fue usurpada por las siete plagas de Egipto.)

¿Se acuerdan de los tiqui y taca?A veces apenas nos balanceamos en el corsé del tedio y la rutina, y en otras las emociones son tan fuertes que terminan encontrándose en el otro extremo, como cuando lloramos mientras hacemos el amor, o nos da un ataque de risa en un momento de angustia.

Los logros no son cosas absolutas, sino como descansos en la escalada, donde nos atragantamos de aire fresco. Hace bien detenerse a contemplar lo recorrido.

Hoy fue un día por demás difícil, de esos con golpes bajos. Sin embargo, los gladiolos rojos empezaron a abrirse y esa agua mansita de la lluvia los ha aterciopelado. Me pareció buen momento para compartir con ustedes estas fotos y esta historia.