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Opinión

Un exceso de romanticismo

Columna destacada

Una de las características de nuestro tiempo es la conciencia del yo; lo que quiere decir que cualquier persona siente que sus derechos, su voz, son importantes. Tiene que ver con la democracia, claro. En los países en los que el sistema de gobierno es autoritario o teocrático o de castas, las percepciones y la defensa que ofrecen las instituciones son menores. No siempre fue así, nos resulta fácil de imaginar. Para entender cómo el individuo, la persona individual, tenía una presencia desdibujada, es bueno seguir el crecimiento del concepto de autor. Con preguntar a gente de cultura media que diga tres intelectuales del primer milenio que no sean los padres de la Iglesia, se verá en un aprieto. Ciertamente quienes accedían a los escritos eran pequeños grupos ligados a monasterios, o círculos apretados de intelectuales. Tal vez el Renacimiento despertó la conciencia que de sí mismo tendría el hombre progresivamente. Hasta entonces lo importante no era el que escribía -que eran poquísimos-, sino cómo se citaban a los autores consagrados. Pero el renacimiento cambió el curso de la historia.

El siglo XIII o XIV comienza con algunos cambios en la concepción de la idea de autor. Comienzan a aparecer figuras relevantes de nuestra historia y de la historia de la cultura; Alighieri, Petrarca, Boccaccio, los pintores, los grandes escultores que dan cause a la creatividad personal. El desplazamiento del hombre hacia el centro de la escena lentamente va corriendo el eje absolutista de Dios y comienza la búsqueda de respuestas humanas. ¿Hubiera sido posible Lutero, sin el Renacimiento? ¿O los que lo precedieron en el camino de la reforma? Lutero reformula la antropología y la concepción del vínculo del hombre con Dios; en síntesis: cada hombre procura el diálogo con Dios de modo directo y personal, sin instituciones mediadoras. De aquí se desprenden muchas consecuencias imposibles de señalar en este artículo.

En este marco cultural surgen filósofos que reformulan la mirada sobre el mundo. Unos setenta años posteriores a Lutero, Descartes se hace preguntas “ingenuas”, aunque revolucionarias, que dan lugar a la inversión del punto de partida: ya no es la realidad medida de las cosas, sino el hombre es la medida. El racionalismo está naciendo y el idealismo va dando sus primeros pasos. Este idealismo va creciendo hasta ser medida de todo. Si habíamos partido de la ausencia de la idea de autor, ahora estamos en la cima de esa idea: el hombre es creador de la moral, del bien y del mal; el hombre se convierte en medida de las cosas.

Si proyectamos aquellas ideas al tiempo actual, veremos cómo hoy cualquier persona siente que tiene la voz autorizada para opinar sobre todos los temas. Los canales de comunicación son accesibles y cualquiera puede tener uno para expresar sus ideas o lo que fuera. Un alumno se siente con autoridad para desafiar a un maestro, o el padre a exigirle al profesor; es el crecimiento desparejo de la autoridad de cualquier yo en desmedro de la autoridad de un yo calificado: el maestro o el profesor. Y así con todo.

En el siglo XVIII, una corriente procedente de Alemania se rebela contra el racionalismo francés; es el nacimiento del romanticismo. Este movimiento también se centrará en el hombre como valor total, como medida de lo bueno y lo malo, pero no pondrá el origen en la razón sino en la naturaleza, en la voluntad. Del mundo perfecto que creaba la razón se pasa al mundo que se identifica con la naturaleza. Es el hombre que da lugar al sufrimiento, a los sentimientos, al dolor, al encuentro en soledad con la naturaleza, al hombre más cercano a los instintos (de allí el uso edulcorado del término para referirse a una relación amorosa. Hablamos de vínculo romántico, novela romántica, etc.). En el racionalista no hay lugar al dolor, en el romántico es un rasgo determinante.

El movimiento romántico tuvo expresiones en la pintura: Turner en Inglaterra, por ejemplo; o Friedrich en Alemania. Los impresionistas son hijos del romanticismo. Goethe fue un romántico en “La pasión del joven Werther” y en la primera parte de “Fausto”; no así en la segunda, que gira hacia el clasicismo, repudiando el romanticismo.

Los movimientos populistas se sienten más proclives a los rasgos que caracterizan el romanticismo que el racionalismo. El populismo convoca a las pasiones, a la adhesión emocional, a la creación del culto por la persona hasta el martirio, que resulta del desborde y sus consecuencias por la fanatización. No es sorprendente que fanático provenga de la voz latina ‘fanum’ que significa templo; es lo que todo se mira desde el templo, con cariz religioso.  El viaje que hace Goethe hacia el clasicismo, que comparte más con la razón que con la pasión, por la mesura, el equilibrio, la proporción y medida, le produce el rechazo por el romanticismo que confiesa al final de su vida.

Es muy difícil compartir ideas con un fanático porque desconoce de matices, de complementaciones, de la parcialidad de todo juicio humano. Pero al líder le resulta música para los oídos porque la pasión, los instintos primarios que adhieren a la voluntad del líder, son retroalimentación. La voz del líder azuza los sentimientos animales, estimula las pasiones impulsivas, lo lleva a lo primario de la naturaleza, a la ausencia de cualquier consideración crítica, convierte la voluntad personal en la voluntad del líder. Resulta en el enceguecimiento por la anulación de todo atisbo de racionalidad.

Tampoco es la racionalidad en estado puro respuesta adecuada. Si el hombre fuera pura racionalidad, se resolvería la vida como se resuelve un teorema. Los vínculos serían resultados de ecuaciones provista por una computadora cuyo programa facilitara esas conclusiones como una más entre tantas otras de la vida corriente. El hombre es razón y sentimiento. Todo desbalance expone a los extremos, en mayor o menor medida.

A este gobierno le falta racionalidad y le sobra romanticismo. Si la curiosa fórmula que forman el presidente y la vicepresidente no pueden conversar como dos adultos por la pura pasión que enceguece, el rasgo instintivo que obnubila, el fanatismo que paraliza, no tenemos destino. Que dos personas que trabajan juntas no se hablen ya es un perjuicio para los resultados que suponen proponerse; ahora, que los responsables de un país no se hablen compartiendo el poder, uno por el rol, la otra por ser la dueña de las adhesiones, es catastrófico. Que entre dos adultos la racionalidad imprescindible no se imponga por caprichos pueriles en el quién llama a quién, que la dueña de los votos erosione al presidente como si fuera un chico, no tiene precedentes.

La jefa del destino de los argentinos de los últimos quince años es una romántica con fugaces destellos de racionalidad. Esos rasgos racionales surgen cuando pretende convencer a los que no se someten a su voluntad por la vía de la autoridad exacerbada (autoridad y autor son la misma palabra en origen): “es mi voluntad porque lo digo yo, que fui elegida por el pueblo”; racionalismo que gira violentamente al perfil romántico al perder el control por la rebeldía de la realidad a someterse. Y la pasión descontrolada ante la resistencia de la realidad se vuelca en una frenética obsesión por modificar la realidad, más por voluntarismo irracional que por razonamiento sereno: “hagamos una Corte de veinticinco miembros”. Es como un chico que se encapricha. Todos nacemos románticos; vamos aprendiendo lentamente y con esfuerzo a ser equilibradamente racionalistas en nuestra vida.

Ser un sujeto racional, en este momento de nuestro país, sería convocar con humildad y sensatez a las mejores cabezas para pensar un gran acuerdo con todos los sectores y un plan económico que ponga cordura a una economía desquiciada, en lento pero seguro camino a la hiper. La propensión del romántico a la omnipotencia es tan peligrosa como la frialdad de un racionalista ante el dolor de otro ser humano.

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

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