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Opinión

¿Qué quiere Cristina?

Osvaldo Jaldo, Gustavo Bordet, Oscar Herrera Aguad, Omar Gutiérrez, Raúl Jalil, Sergio Ziliotto, Sergio Uñac, Mariano Arcioni, Omar Perotti, Gustavo Melella, Ricardo Quintela, Jorge Capitanich y Guido Insfrán. Si hiciéramos una encuesta en la calle, por fuera de los interesados en los asuntos políticos, para determinar si los arriba mencionados son jugadores de fútbol de un club de la primera división, miembros de una sociedad filantrópica o diputados de algún partido, fuera de cualquier duda la mayoría de las respuestas sería incorrecta.

En rigor son gobernadores que responden al peronismo y jamás harían una declaración pública que tradujese sus reservas respecto del resultado de los comicios presidenciales del próximo año y, por lo tanto, tampoco ventilarían a los gritos su decisión de desdoblar las elecciones con el objeto de despegarse de la suerte que en esa instancia corra Alberto Fernández. Como ninguno de ellos cree a esta altura que el oficialismo nacional pueda retener el poder que ganó en noviembre de 2019, tienen la intención de no unir su destino en las urnas al del actual presidente o a cualquier otro candidato puesto a dedo que aparezca en el camino.

En las provincias que aquellos hombres dominan -Tucumán, Entre Ríos, Misiones, Neuquén, Catamarca, La Pampa, San Juan, Chubut, Santa Fe, Tierra del Fuego, La Rioja, Chaco y Formosa- se da por descontado que la pulseada electoral está perdida. Razón de más, entonces, para flanquear en calidad de ‘buenos compañeros’ a Fernández hasta la puerta del cementerio, detenerse allí, y dejarlo que ingrese solo.

Nadie -en una palabra- se halla dispuesto, sin necesidad, a inmolarse por alguien que no despierta simpatías y en quien ya no confían. Si alguna vez, hace tiempo, pareció al alcance de la mano la posibilidad de que un devaluado jefe de Estado encontrase cobijo para sus desventuras con la viuda de Kirchner en la liga de los mandatarios del interior del país, ahora no hay ni espacio ni voluntad para gestar una movida de semejante naturaleza. Básicamente, porque se cansaron de esperarlo y el presidente no se animó a convocarlos para darle pelea al kirchnerismo duro. Como Godot, el célebre personaje de la tragicomedia de Samuel Beckett, Fernández nunca apareció.

Una cosa es atarse a una boleta sábana con la seguridad de ganar o -cuando menos- de tener buenas chances de salir airosos en las urnas, y otra muy distinta es subirse por fidelidad partidaria a un barco que hace agua por los cuatro costados. En la historia del justicialismo quienes perdieron una elección presidencial se transformaron siempre en figuras políticas de segunda categoría. En este orden de cosas, lo más probable es que Alberto Fernández siga el camino de Ítalo Luder y de Daniel Scioli.

Poco importa cuanto tenga a bien pensar acerca de sus probabilidades el primer magistrado. Él y sus acólitos de mayor confianza - entre otros, Santiago Cafiero, Vilma Ibarra, Julio Vitobello- imaginan que las condiciones están dadas para relanzar la gestión -luego del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional- y así reposicionar a su jefe con el propósito de que vuelva a encabezar la fórmula partidaria. En realidad, sueñan despiertos. Si leyesen -tan siquiera fuese a vuelo de pájaro- las encuestas que circulan por todos lados caerían en la cuenta de que su imagen e intención de voto están por el suelo. Es cierto que sigue ocupando el segundo puesto -detrás de la viuda de Kirchner- en las preferencias de los votantes del frente que los aglutina. Sin embargo, a este dato hay que tomarlo con pinzas por motivos diferentes: si se lo mide a nivel general -no en el espacio restringido de una agrupación- es superado por varios contendientes y -además- la orfandad de candidatos que cuenten con imagen positiva y alta intención de voto en la alianza gobernante resulta tan notoria como inédita.

Son dos los problemas insolubles que -de momento- arrastra Alberto Fernández. En tanto uno es de carácter económico, el otro hace referencia a su personalidad. El primero se reduce y se resume en la deriva inflacionaria sobre la cual, en el seno de una administración loteada, no terminan de ponerse de acuerdo sus integrantes a la hora de buscarle una solución. Mientras Roberto Feletti sigue entretenido con las canastas de alimentos sujetas a precios fijos, el ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, asegura que la puesta en funcionamiento del fideicomiso del trigo estabilizará el precio de la cadena alimenticia básica para la canasta familiar. Claro que también el camporismo aporta su opinión y enarbola la bandera de los subsidios lisos y llanos.

No se animan todavía, ninguno de ellos, a resucitar la AUH u otros recursos por el estilo. No obstante, es solo cuestión de tiempo. Cuando las medidas del gabinete económico no den ningún resultado, es seguro que las posiciones maximalistas en la materia van a ocupar un lugar relevante en el libreto gubernamental. Basta pensar cómo reaccionarán en la Casa Rosada, en el Palacio de Hacienda y en la Presidencia del Senado cuando se anuncie el índice de inflación de marzo y deban -acto seguido- ponerse en vigencia los aumentos de tarifas con el consiguiente efecto sobre el índice de abril, para entender que la radicalización oficialista tiene asiento a la vuelta de la esquina.

El segundo de los aspectos enumerados se vincula no tanto con las políticas públicas fallidas que ha implementado el populismo desde que se hizo cargo de la conducción del Estado dos años atrás, sino con el perfil -por llamarle de alguna manera- del hombre que su compañera de fórmula pensó que sería el indicado para reemplazarla, instalado en Balcarce 50. Hay un lugar desde el que difícilmente se pueda volver en términos políticos: el del ridículo.

Aunque el ubicuo Marcelo Tinelli no haya ensayado a expensas de Fernández cuanto hizo con premeditación y alevosía respecto de Fernando de la Rúa, y Nik ya no vuelque su talento para ironizar al jefe del Estado, de todas maneras, las redes sociales se han encargado de mofarse de un personaje que no pierde oportunidad para hacer el hazmerreír de la gente. Sus gazapos, contradicciones, lapsus y disparates diarios no pasan desapercibidos, y el ingenio criollo suele ser tan brillante como descarnado.

Hay que escuchar a Alberto Fernández hablar de que es mayor “el oxígeno que brinda la Argentina que el carbono que emite” (sic) o enseñar que la capital de las islas Malvinas es la Tierra del Fuego, para tomar conciencia de que, o bien le cabe a la perfección aquello de “maestro de Siruela que no sabe y pone escuela”, o bien está medicado y muchas veces no coordina bien sus palabras. Que luce ojeroso, regordete, por momentos cansado e irascible, lo percibe cualquiera. Como quiera que sea, entre su carácter pusilánime de cara a la vicepresidente y sus extravagancias risibles, es inimaginable que corra con ventaja en los comicios venideros. Por el contrario, si acaso estuviese en las gateras el año que viene, sería un perdedor antes siquiera de partir.

Quienes se han dado por enterados de tamaña realidad mejor que los demás protagonistas políticos son los seguidores de Cristina Fernández. Han advertido, desde antes de las internas abiertas que se substanciaran en la segunda mitad del año pasado, que la situación social iría de mal en peor y que por ese camino no sólo el kirchnerismo perdería la pulseada legislativa -como de hecho ocurrió- sino también la puja presidencial futura.

El hostigamiento que llevaron en contra de la Casa Rosada no cesó, y en las últimas semanas ha recrudecido con singular violencia. Pero cuanto no acaba de entenderse de la ofensiva enderezada por la viuda de Kirchner es si desea esmerilarlo al jefe del Estado con el objetivo final de que se rinda y ceda a sus demandas -cambio de gabinete, renegociación con el FMI, política monetaria expansiva y otras lindezas por el estilo- o si en realidad aspira a cansarlo de tal manera que termine por renunciar.

Todas las iniciativas del camporismo parecen pensadas para ponerle palos en la rueda a la gestión presidencial. Proyectos inútilmente provocativos como el del blanqueo, la reposición del así llamado impuesto a la Riqueza, y la embestida contra la Corte en el tema del Consejo de la Magistratura, van en esa dirección. Si su estrategia fuera dejarlo a la intemperie y obligarlo a hincarse ante ella, está avivando el fuego que consume al país. Si -en cambio- pretende que se vaya, parece no medir los efectos que tendría el cambio de figuritas. Cristina Fernández presidente es la crónica de un estallido seguro y mayúsculo. La pregunta -por ahora- no tiene una respuesta segura.

Como no podría ser de otra manera, el panorama descripto está a la vista de todos los actores económicos -decisivos e insignificantes por igual-, que reaccionan en consecuencia. Ni la mayor suba del dólar mayorista del mes en curso, que el lunes ejecutó el Banco Central, ni el acuerdo con el FMI, ni tampoco el aumento de las tasas de interés, han sido suficientes a los efectos de equilibrar el mercado cambiario. En las últimas cinco jornadas el BCRA debió vender reservas por un valor de U$ 165MM.

Si se tienen en cuenta las restricciones impuestas a la demanda y la liquidación récord de divisas generada por el sector de agronegocios en general, la incapacidad para recomponer las reservas es notable y pone en evidencia problemas que -en medio de esta incertidumbre- difícilmente puedan atemperarse.

Como si fuera poco, en algunos días más se producirán -en la capital federal, al menos- aumentos en las prepagas, en los servicios de cable e internet, en las tarifas de gas, en las expensas, los alquileres y los colegios que no reciben subsidio estatal. Un cocktail perfecto.

 

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