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Opinión

El Presidente ante las demandas de la historia

Winston Churchill asumió como primer ministro cuando Adolf Hitler avanzaba sobre media Europa. Viendo las indecisiones de su antecesor, el líder conservador dijo que “el que se humilla para evitar la guerra, tendrá la humillación y tendrá también la guerra”. Y enfrentó al feroz dictador alemán con “sangre, sudor y lágrimas” sin la certeza de saber si al final de ese tortuoso camino lo esperaba la victoria. Pero se jugó igual.

La diferencia entre un político cualquiera y un estadista colosal se mide en esos momentos cruciales en que, a su propio riesgo y pálpito, debe tener la lúcida fortaleza que la historia le demanda para intentar cambiar el curso de los acontecimientos.

Horas después de asumir, Raúl Alfonsín enfrentó un dilema inquietante. Cuando el aparato castrense todavía estaba intacto y poderoso, tomó la decisión de sentar en el banquillo a las juntas de comandantes, sabiendo que se exponía a graves riesgos institucionales. Ese primer gesto de autoridad fue fundante de la solidez de la democracia que vivimos sin interrupciones desde hace casi 40 años.

Decisiones que marcan un antes y un después. En cambio, cuando la indecisión es el motor principal de un gobernante, no hay antes ni después. Hay chatura, desorientación, incertidumbre, desesperanza. Tibieza y consenso son términos antagónicos. Los tibios carecen de autoridad y dejan disconformes a todos. Los consensos sólidos y duraderos requieren de dirigentes firmes y coherentes.

Hubo un solo momento en los dos años que Alberto Fernández lleva en la cumbre del poder en que la historia tocó claramente a su puerta. No fue, por cierto, el viernes cuando anunció el trabajoso acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, tras un engorroso e interminable proceso que arrancó el primer día de su gestión y que no pudo concretar antes por las enormes contradicciones internas de la coalición que lo instaló en la Casa Rosada.

Fue en los días siguientes a conocerse el resultado tan negativo para el oficialismo de las PASO. Todas las diferencias que hasta ese momento habían escondido debajo de la alfombra moderados y ultras del Frente de Todos estallaron de la peor manera con la atronadora carta pública de Cristina Kirchner, los insultantes audios de Fernanda Vallejos y las sorpresivas renuncias de los ministros cristinistas, luego rechazadas.

Durante esas horas, el Presidente caviló si no debía dar el gran paso de hacer historia soltando el lastre de tan tóxicos aliados que no cesaban de esmerirarlo, tras haberle copado organismos claves como el PAMI y la ANSeS y todas las segundas líneas ministeriales. Había gobernadores e intendentes que esperaban ese decisivo pronunciamiento presidencial, pero Fernández quería que ese operativo clamor fuera previo. Faltó arrojo y la inspiración de un estadista cabal ante una opción tan arriesgada.

¿Se habrá visto reflejado en el espejo de Fernando de la Rúa que apenas sobrevivió en el poder un año cuando su principal socio electoral, el entonces vicepresidente Chacho Álvarez renunció a su cargo? ¿Habrá sopesado que no hay fuerza interna que pueda oponerse a un líder vigente en el seno del peronismo, como es el caso de Cristina Kirchner? ¿Temió sufrir desde la vereda de enfrente el embate de todo el kirchnerismo, con la vice a la cabeza, y La Cámpora limándolo hasta precipitar su fin? ¿O sintió que debe lealtad eterna al acuerdo con CFK que lo ungió al frente de la fórmula que ganó las elecciones en noviembre de 2019?

Cualquiera de estas hipótesis, u otras, que Alberto Fernández haya analizado, finalmente resolvió sostener el ruinoso statu quo que empantana a su gobierno en una medianía gris de procrastinación constante, que no resuelve lo urgente y carece de episodios memorables. Cuando el Presidente se sentó entre Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof en el principio de la pandemia, su imagen no dejaba de crecer. Había sido un gesto audaz y novedoso que no pudo sostener en el tiempo.

La ofensiva ultraK tras las PASO, ¿no fue, acaso, un emplazamiento a Fernández para que se limitase a ser mero ejecutor de los designios vicepresidenciales? El Presidente pudo entonces patear ese tablero envenenado, pero no lo hizo y selló su destino.

La tinta de su lapicera nunca termina de llegar con fuerza a su punta para avalar un plan económico concreto o para desplazar a los funcionarios que haya que desplazar, se llamen Federico Basualdo o Luana Volnovich. Las idas y venidas con el FMI, los gritos de guerra contra el organismo de la propia vicepresidenta, desde Honduras, y de sus lugartenientes acá hasta un minuto antes de anunciarse el acuerdo, demuestran que nadie gana internamente y que todos terminan neutralizándose entre sí.

En su breve discurso de anteayer, el Presidente pareció hablarse a sí mismo cuando dijo: “La historia juzgará quién hizo qué”. Sabias palabras.

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Pablo Sirvén

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