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Opinión

El peronismo, una máquina de acumular poder en un paisaje desolado

Es probable que no lo haya sabido. O que no haya medido las consecuencias de sus actos más allá de la especulación política más o menos oportunista, más o menos atada a los avatares de la coyuntura. En estos casos, toda especulación es posible. Máximo Kirchner renunció a la presidencia de la bancada de diputados peronistas. Eso fue todo. O casi todo. Como no podía ser de otra manera la noticia ganó la calle. No era para menos. El renunciante, además del cargo, exhibe la condición de heredero titular de un linaje político que incluye ser el hijo de dos presidentes. Y de una actual vicepresidente. Solo el peronismo es capaz de semejante hazaña dinástica. A partir de este punto todas las expectativas son posibles. ¿Se fractura el Gobierno? ¿Se forja una nueva alternativa? ¿Somos testigos de una sabia decisión estratégica? Imposible responder de manera concluyente a estos interrogantes. Imposible o por lo menos muy difícil de predecir las consecuencias de una decisión, es decir, el futuro. En efecto, el futuro es incierto, pero no lo es el pasado. No conocemos las consecuencias de una decisión, pero sí podemos evaluar sus antecedentes culturales. Antecedentes que el hijo de la señora Cristina es muy probable que ignore, ignorancia que de todos modos no le impedirá ajustar sus actos a esa tradición con la misma certeza intuitiva con la que un concertista recupera una melodía que creía perdida u olvidada.

La revelación no es un atributo exclusivo de la fe o de la poesía. También puede serlo de la política. Por ejemplo, en el momento exacto en que Máximo Kirchner renuncia a la presidencia de la bancada peronista, recupera para esta fuerza política una de sus tradiciones más distintivas: el arte de ser oficialismo y oposición a la vez. Indudablemente un don. Un don que puede ser al mismo tiempo una virtud y un vicio. Nadie antes del peronismo pudo realizarlo con tanta plenitud; es probable que nadie pueda hacerlo después. Magia y maravilla del movimiento nacional. La culminación alucinante de la libido diría un olvidado intelectual de la izquierda nacional, siempre dispuestos a justificar todo en nombre de todo. “Peronistas somos todos”, dijo Perón con tono de humorada, aunque en estos temas todos sabemos que Perón nunca pronunciaba un chiste en vano. “La patria es peronista”, se agitó como consigna aguerrida y burbujeante. “La lucha de clases en la Argentina se libra exclusivamente en el interior del peronismo”, escribió con tono gramsciano un conocido intelectual de izquierda de los años sesenta, una reflexión que le sentará de maravilla a la fantasía lúdica de la nación peronista. “Hay que estar contra Perón, para salvar a Perón”, proclamó un conocido dirigente sindical de entonces, si sospechar que esa frase un puñado de años después le iba a costar la vida.

Una experiencia muy personal puedo permitirme confiar a los lectores. Año 1975. Los estudiantes reformistas de entonces éramos muy críticos del gobierno de Isabel Perón y su ministro Ivanissevich. Innecesario explicar los motivos opositores contra un gobierno cuya pedagogía incluía a Ottalagano como rector de la UBA y a otro rector de la Universidad Nacional del Litoral que asumió su cargo en una ceremonia celebrada en el paraninfo (el mismo donde se celebraron dos reformas constitucionales), bajo la consigna de Millán de Astray: “Viva la muerte”. Críticos del gobierno de Isabel Perón, los reformistas defendíamos la institucionalidad, lo que quedaba del estado de derecho de entonces y nos oponíamos a cualquier solución golpista. A la esposa de Perón, devenida legítimamente presidente, se la derrota en las urnas, no con las botas militares y o con los fusiles de los comandos montoneros. Esta posición irrita a los seguidores de Firmenich. “Juventud reformista, el partido oficialista”, nos coreaban en las aguerridas asambleas universitarias de entonces. Diantres y recórcholis. Ellos votaron al gobierno que ahora combatían; pero mientras tanto en su nombre ocuparon ministerios, secretarías de Estado, gobernaciones y universidades. Pero los oficialistas éramos los mansos y pacíficos reformistas. Oficialismo y oposición al mismo tiempo. Con todos los beneficios del caso y sin hacerse cargo de ningún costo. Con el añadido, en este caso, de los sucesivos desenlaces trágicos, cuya cita final fue el 24 de marzo de 1976, aunque su punto de partida se inició mucho antes, cuando el peronismo devino el paraíso –o el infierno– de los terroristas de un signo y otro. O, como escribiera un reconocido intelectual nacional y popular, el partido de los torturados y los torturadores, una lógica implacable e impiadosa que redujo a la más absoluta impotencia a los peronistas moderados que se esforzaron vanamente por eludir ese cerco perverso que los terminó asfixiando a todos, peronistas y no peronistas.

La pregunta vuelve a adquirir actualidad: ¿efectivamente la Argentina es peronista? ¿Los únicos capaces de gobernar al país son ellos? ¿Los únicos capaces de impedir que cualquier otro gobierne son ellos? Mi respuesta es que la Argentina no nació en 1943 o 1945, sino en 1810 o en 1816. Y que siempre se resistió a ser de un exclusivo signo político, o a someterse a un exclusivo ritual como el uso obligatorio de la divisa punzó, o el extenuante minuto de silencio o el lúgubre luto obligatorio. La confrontación más seria que los populistas sostienen con la realidad, es precisamente que la Argentina no es peronista a pesar de las invocaciones y los imaginarios que periódicamente se reactualizan.

Convengamos, de todos modos, que resulta imposible pensar la política de los últimos ochenta años sin incluir al peronismo como un protagonista importante. Pero para la mitología peronista está evaluación no alcanza. “Vamos por todo”, es su consigna más constitutiva, más sincera. Algunos lo dicen, otros lo piensan, muchos así lo viven. El peronismo como totalidad es un mito constitutivo. Una tradición fundante, con sus componentes dramáticos, trágicos y a veces picarescos.

Es verdad. Hoy el peronismo no se justifica con los argumentos y la retórica de los nacionalistas y nazionalistas de 1943, incluidos “los renacuajos de la Alianza Libertadora Nacionalista”. Hoy la argumentación suele ser más elaborada, más sutil si se quiere. Si antes los insumos teóricos los proveía el fascismo de Mussolini y el falangismo de Primo de Rivera, hoy los provee un marxismo “nacionalizado” o latinoamericanizado, devenido, como dijera un conocido dirigente de la izquierda del siglo pasado, un “cóctel atroz de restos de mesas diferentes”.

Insisto: puede que Máximo Kirchner y su corte de alfiles de la Cámpora ignoren estas tradiciones. Pero no sería la primera vez que alguien se inspira en el tono de una canción cuya letra desconoce. Por lo pronto, importa tener presente que a lo largo de un itinerario a veces trágico, a veces festivo, el peronismo fue clerical y anticlerical; progresista y reaccionario; estatista y liberal; derechista e izquierdista. Solo una exclusiva lealtad ha sostenido entre tantas tempestades, naufragios y resurrecciones. El peronismo ha sido y es una formidable maquinaria de acumular poder sea como sea y contra quien sea. Poderosa maquinaria descarnada de poder sostenida paradójicamente por una procelosa mitología. Nada nuevo bajo el sol que calcina el paisaje algo desolado, algo desencantado, algo incierto de las dos primeras décadas del siglo veinte.

 

 

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   Rogelio Alaniz

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