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Opinión

Columna destacada: mentir y equivocarse

Cuando en 1987 el Papa Juan Pablo visitó Uruguay, un grupo de tres amigos, entre los que estaba yo, nos corrimos hasta la ciudad de Salto, frente a nuestra Concordia, Entre Ríos. No recuerdo los motivos de mis amigos, a mí me estimuló la proximidad que creía podría tener con el Papa, sencillamente porque era un lugar mucho más pequeño, y menos gente que la que concentraría en Argentina. Y, efectivamente, pude desplazarme, filtrarme como la luz por una rendija, y llegar a la carpa que en el jardín de una casa habían improvisado como sacristía papal. Eran otros tiempos, porque llegué hasta la misma carpa y esperé ahí al papa. Pero me sentí un invasor y me retiré a la entrada de la misma. Habían hecho, con dos cordones, un pasadizo por el que entraría el papa. Yo estaba del lado exterior de la cuerda y un policía del otro lado. No había nadie más. El Papa se va acercando y el policía despliega sus brazos como un pájaro las alas, no para volar sino para frenar a la multitud ausente, o con una densidad simbólica que me enaltece; la multitud tenía por único nombre el mío.

El policía se echa hacia atrás y percibe mi presencia; con cierta picardía le ofrecí resistencia, lo que aumentó la presión del custodio circunstancial del Papa ante el desafío que sintió a sus espaldas. Él no me veía, yo sí. A esa altura de mi vida ya había leído el ensayo “La Risa”, de H. Bergson, porque recuerdo que pensé: esto es estrictamente lo que Bergson define como caricatura. El policía sentía la multitud, que no existía; pero quién lo hubiera convencido de que lo que él percibía a sus espaldas no era real, no era un desafío contener. Era real, lo era, pero exagerado.

Yo fui un pícaro, porque tenía una correcta dimensión del peligro: nada, estábamos sólo él y yo; pero le hice sentir al policía que lo que existía en su cabeza existía afuera de ella; exageré la realidad. Como si yo le hubiera justificado su presencia en el lugar. Es cierto que me dio algo de pena y le dije: “si no me empujás, no te empujo; estamos solos, vos y yo”. A partir de ese momento convivimos pacíficamente uno al lado del otro, como las unidades en el dos, mientras pasaba el Papa.

Quién puede decir que lo que existe en una mente, perturbada o no, en clave de convicción, no existe con una entidad menos real que el árbol que toco con mi mano. El mundo de fantasía es de una densidad tan potente como irreal. Madame Bovary, en la magnífica obra de Flaubert, crea un mundo ficcional, un mundo de ensoñaciones que le permiten seguir viviendo en su rutina demoledora, disolvente. En el mundo que el personaje se crea, habita con entusiasmo, con bríos y con la esperanza requerida para soportar el tedio de su matrimonio con el doctor Bovary. Pero para ella ese mundo es real, es diáfano. No quiere salir de allí; es la droga que la mantiene con las fuerzas necesarias para continuar con la vida. Como un paciente terminal al que se le inyecta morfina, ya lo importante es disimularle la crudeza del dolor; lo que importa es que viva una vida sin sufrimiento físico. O como el que defiende su posición desde el lugar de las certezas, no de las verdades. Es alguien con quien no se puede interactuar porque no busca verdades, posee certezas. No es alguien que puede decir: ah, tal vez; es alguien que dirá: estás equivocado. Lo que no está reñido con tener convicciones, está reñido con encerrarse en ellas como absolutas.

No es lo mismo mentir que equivocarse. Este último generalmente utilizado en forma pronominal. Mentir es un acto consciente y consentido, deliberado. Etimológicamente tiene origen en el indoeuropeo, y comparte raíz con la palabra mente, y muchas más, como memoria, etc. Se vincula con el juego de operaciones de la mente para construir un relato divergente con el informado como verdadero. En cambio, equivocarse dispensa de compromiso voluntario con la divergencia. El que se equivoca está convencido de que su versión es la correcta; no hay dolo. Esta palabra procede del compuesto de “equi” (igual), presente en equidistante, equilátero y, hoy, esta noche, en equinoccio, igual noche; y del verbo latino “voco”, presente en convocar, vocación, etc.; hace referencia a un llamado. También está presente en el sustantivo vocal, ese apelativo que empleamos para las cinco (en español) letras presentes en cualquier palabra. Es la letra fuerte, la que atrae a la consonante que no puede estar sola, consuena con...justamente una vocal.

Dispensen la digresión. No estoy seguro de que este gobierno mienta siempre. Creo que algunas veces se equivoca. Miente muchas veces; miente cuando informa el porqué de la ausencia de la vacuna Pfizer desde el principio; recuerdo perfectamente a la diputada Cecilia Moreau explicando los motivos del rechazo a la aceptación: querían los hielos eternos. Recuerdo la fiestita en Olivos. Recuerdo los vacunatorios VIP; refiero esas mentiras porque han sido dolorosas, murieron muchos a causa de la preferencia por la Sputnik, que hoy no acepta ningún país. Cuando se miente tanto, finalmente todo es desconfiado. Seguramente muchos recordarán el cuento del pastorcito y el lobo; historia que nos hacían de niños para enseñarnos los efectos de la mentira.  A tal grado llega la falta de confiabilidad que por varios programas de radio y TV se cuentan los meses de embarazo de “la querida Fabiola”; por desconfianza en el responsable de la dulce espera. Y las mentiras lentamente van minando la autoridad de la palabra. Es muy complejo resolver un problema cuando el que anuncia la solución no tiene crédito. ¿Quién le cree al presidente? Basta atender los memes que salieron a circular como respuesta a su anunciada “guerra a la inflación”. Nadie le cree; es tomado con desprecio. Su palabra ya no pesa. Creo que cuando no se tiene nada para decir, cuando la realidad apremia, las urgencias reclaman, cuando la realidad desmiente, los anuncios, las promesas, los enunciados son dilatantes y, asocio, por afinidad fonética, son diletantes; también son improvisados. Los gobiernos del signo actual, los precedentes, tienen una larga historia de mentiras institucionales. Mentir es un desprecio por el otro. Es burlarse del otro, es tomarlo por tonto, es no considerarlo. Es siempre considerarlo en menos. Es pretender crearle un mundo irreal. Un gobierno maneja mucha más información que un hombre corriente, porque son, en gran medida, los fabricantes de noticias. Mentirle a la gente es desorientarles la vida. El hombre corriente –que está de espaldas- confía en que los que empujan detrás son una multitud, y no uno solo que manejando toda la información la administra a gusto y conveniencia.

Volviendo a lo de diletantes, son improvisados en casi todas las materias. Si se toma ministerio por ministerio y se miden por resultados, en el de Gómez Alcorta, se avanzó insignificantemente en derechos de la mujer, que podría importar poco si no hubieran aumentados los femicidios. En Ambiente, un influencer resultó más eficiente que el ministro. En economía, catástrofe. En Exteriores: ¿hacia dónde vamos? ¿De quiénes somos amigos, a quiénes apoyamos? En seguridad, narcotráfico, violencia, etc. Hemos retrocedido varios casilleros, como en el Juego de la Oca.

Y además se equivocan. El error más importante, porque equivocarse es un error, radica en la pobreza profesional de quienes definen nuestro destino. El error de elegir por proximidad afectiva, o proximidad ideológica, y no por capacidad profesional. Se equivocan cuando improvisan expropiaciones, discursos (se dicen cosas inadecuadas), sin respetar las estrictas normas protocolares que rigen ese mundo. Se equivocan en los tiempos para tomar decisiones; hay gente que sabe, que sabe mucho de economía, de política internacional, de protocolo, de inglés; por qué no consultan a los que saben de cada cosa. Por eso son responsables de equivocarse. El error excluye el dolo, las condiciones que llevan al error, no siempre. Ninguna persona en su empresa toma decisiones inconsultas o seriamente pensadas, porque se cae su rentabilidad, se empobrece; por qué lo hacen con el país.

Nunca tuve esperanzas en este signo político porque ya habían gobernado doce años y siete meses antes del actual ejercicio; pero pensé que, como Alan García, tal vez habían incorporado enseñanzas que los hiciera más serios. Y busqué consolarme. Yo también me equivoqué. Llamé a dos cosas distintas con el mismo nombre (finalmente eso quiere decir equi-voco). No sé si es el peor gobierno de la democracia, ciertamente es muy malo.

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) Y Licenciado en Letras (UBA)

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