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Opinión

Columna destacada: El Populismo

En la película “Asesinato en el senado de la Nación” (Jusid, 1984) hay una escena que me impresionó cuando la vi en su momento y que, años después, me motivó a verla nuevamente. Tanto me pareció de lograda su actuación como síntesis expresiva de la conducta humana. El personaje (Miguel Ángel Solá)  da vida a un marginal, violento, misógino, golpeador y cuantos calificativos caben en la descripción de un pusilánime. Es, a la vez, un servil operador al servicio de un caudillo político. Lo visita en su casa una noche que estaba reunido con sus amigos cenando y en un marco que daba cuenta de su posición social y de poder. Molesto porque el personaje de Solá lo interrumpe en su noche, lo atiende y lo somete física y sicológicamente. Lo golpea con un bastón mientras  “Solá” se esconde bajo una mesa. El cuadro es muy fuerte porque muestra las dos caras de alguien que no tiene dignidad y por eso soporta con sumisión los golpes de su “amo” como ejecuta los maltrataos  a su mujer en su casa. Insisto: la impresión que me causó este episodio de la historia me sirve  de síntesis de la pobreza humana. El poderoso, el fuerte y desconsiderado hacia su mujer es el débil y sometido hacia su jefe. La dignidad no la pondera en ninguna de las dos situaciones. El otro no es par en ninguno de los dos vínculos.

Ciertamente las esteriotipizaciones –aunque muchas veces sucedan en el mundo real- son útiles para contrastar y fundamentar un principio teórico.

Algunos conceptos que se muestran en la escena referida. Uno es el concepto de autoridad. Autoridad viene del latín y significa aumentar, promover. La autoridad, lo sabemos por experiencia, es natural o conquistada y/o delegada. Alguien se gana la autoridad por una cualidad, una destreza o una historia de conducta; o alguien la detenta por una delegación. La primera está directamente referida al mérito, al esfuerzo y convierte a esa persona en alguien indiscutible en su virtud. La segunda proviene de una concesión hecha y como tal debe ser respetada, pero se distingue el rol que cumple de la persona que lo encarna. Una cosa es el rol  que lleva aneja la autoridad y otra es la persona que la ejerce. A la autoridad la construye también un marco social. Tales funciones son valoradas en un ambiente por tales condiciones presente y no son consideradas en otro. Un médico prestigioso será escuchado cuando habla sobre su tema esté o no actuando como representante de una institución; el presidente de un país no será recibido del mismo modo en un viaje como tal a un país vecino como  si lo hiciera a título personal fuera de la función. Es el mismo hombre pero el mismo viaje significa cosas diferentes.

Otro concepto que sugiere la escena es el de dignidad. Seguramente la idea de dignidad permiten un sinnúmero de enfoques diferentes: sicológico, social, político, económico, etc. Una síntesis de ellos es la valoración que uno tiene de sí mismo. Alguien que se valora a sí mismo no toleraría el desprecio humillante de parte de otro. Y tendría claro que lo que viene de otro no me convierte a mí en eso; solo es la opinión que el otro expresa sobre mí. Hasta el siglo XIX la esclavitud estratificaba a los seres humanos en categorías bien diferentes; hoy formalmente no es así, aunque la exposición de algunos los hace vulnerables, al margen de condiciones sicológicas  que permiten una variante moderna de servilismo. Esto también lo vemos frecuentemente.

La sociedad, a medida que ha pasado el tiempo, fue buscando formas que estructuraran los comportamientos humanos en defensa de una condición básica de igualdad y de protección de los más débiles. Hoy nos resulta una obviedad, pero no siempre fue así, que todos los seres humanos tengamos un nombre y en principio se nos reconozcan derechos; pero no debemos olvidar que el hombre también fue una mercancía. Si hoy persiste esta condición lo es al margen de las normas. Hay una novela de Saramago: “Memorial del convento”, que narra de manera exquisita esta problemática.

Las instituciones van desarrollándose a lo largo de los años con la finalidad de ordenar, de cuidar y  proteger a las personas; muy visible en aquellas que no tienen recursos propios para defender su derechos. Pensemos en los hospitales públicos, en la educación pública, en las leyes para administrar justicia; que el derecho caiga del lado del poseedor de la verdad y no del más poderoso. Son instituciones que fueron creciendo junto a la conciencia general de los derechos de los individuos. Luego se convertirán en ciudadanos.

Hay un proceso en el mundo (en general, pero me refiero al más cercano, al occidental) de resurgimiento de personalidades con rasgos de iluminados. Los riesgos de los iluminados, entre otros, es el de tener algo original que decir; la necesidad de no encontrar obstáculos para poder decirlo y para desarrollar los contenidos de ese plan. La certeza del iluminado es que su verdad es total y definitiva. Qué difícil es poner límites a un iluminado; mucho más si es muy poderoso. Las instituciones se ordenan con el fin de poner límites, a resguardar a la sociedad de iluminados. Sus características personales suelen presentar un sesgo atractivo, que seduce y convence. Valga como ejemplo algunos de los líderes de la Europa del siglo XX. Pero sin llegar a esos límites demenciales, hay variantes domesticadas de iluminados portadores de un proyecto siempre inacabado; por eso la pretensión indefinida en el ejercicio del poder. La división de poderes es justamente la manera que encontraron desde Montesquieu para limitar los abusos   de la fuerza concentrados en la una sola mano. El hombre va conociendo su naturaleza a medida que va viviendo y va buscando formas de ordenar su convivencia con normas que limiten excesos. La división de poderes tiene esa pretensión. Hoy la vemos cuestionada en varios lugares del mundo y en nuestro país también. Todas estas diatribas son una variante del ejercicio absolutista del poder. Las características  de cada poder del Estado hacen al funcionamiento equilibrado en la administración de lo público. El ejercicio autoritario del poder corre serios riesgos de convertirse en un peligroso y atrevido marco para los ciudadanos; sobre todo para los más vulnerables de la sociedad. Caer en la arbitrariedad del que manda es uno de esos peligro.

Al populista le molestan los límites porque su encuentro es directo con el pueblo (Pierre Rosanvallon. “El siglo del populismo”). Las instituciones que encuadran ese vínculo son impedimentos para el encuentro. La dinámica propia del ejercicio del poder populista va llevando a desconocer –si fuera posible a anular- la renovación del mandato obtenido según los tiempos regulados por las leyes. Lentamente se construye una identidad de sesgo absolutista como la de  los reyes de la monarquía  francesa contra la que Montesquieu formuló el equilibrio de poderes; con formas más sofisticadas pero muy similares.  La invocación de ser elegidos por el pueblo los autodispensa de respetar las convenciones vigentes de una república.

Qué otra cosa expresa la pretensión de democratizar la justicia, de cuestionar (y desconocer) los fallos de la Suprema Corte. Qué lectura diferente a la de “mi autoridad proviene directamente del pueblo” y a los jueces no los eligió nadie. (Al margen: los eligió el pueblo conforme a requisitos establecido por las formas republicanas). “A mí ya me juzgó la historia”.

Hay que ser muy cuidadosos de los detalles en los que se cuestiona la forma republicana de la organización política.  Los pequeños cambios pueden gestar las grandes tragedias. Una vez leí  que ante la pregunta: cuándo comenzó a caer el régimen del Sha de Persia, la respuesta fue: cuando un transeúnte desafió a un policía en la calle.

 

 

(*) Licenciado en Teología (UCA) - Licenciado en Letras (UBA)

Argentina Autopridad dignidad investidura poder delegado

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