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Opinión

1982, el año que hacer la colimba fue ir a la guerra

Mi experiencia en la guerra de Malvinas

Soy integrante de una familia de clase media típica argentina, dos hijos, mi hermana y yo, donde mi padre tenía una imprenta y mi madre además de ama de casa era maestra.  Ellos trabajaron arduamente para que pudiéramos cursar una carrera universitaria.

Fue así que a principios del año 1976 dejé mi Olavarría natal para probar suerte en Capital Federal.  Tuve la fortuna de ir a hospedarme a la Residencia Universitaria San José, donde el año anterior había ingresado un primo mío.  Ya instalado, tuve que prepararme muy bien para poder ingresar al Instituto Tecnológico de Buenos Aires (ITBA), aprobando su examen y dando comienzo a mi carrera de Ingeniería Electrónica.

Durante ese primer año de Facultad, cumplía los 18 años, por lo que me tocaba el Servicio Militar Obligatorio.  Recuerdo haber escuchado en la radio que teníamos en la habitación, el sorteo de la clase 1958 con la esperanza de sacar número bajo que me exceptuara de dicho compromiso, pero no fue así; me tocó en suerte el número 752: Ejército.  Para no interrumpir mi carrera universitaria, comencé a gestionar el pedido de prórroga, cosa que repetí cada año hasta el 1981 cuando finalizo mis estudios universitarios.

El 5 de enero de 1982 me incorporo al Servicio Militar, y teniendo en cuenta mi título universitario, me destinan al Liceo Militar Gral. Paz de la ciudad de Córdoba, junto con todos los ingenieros y arquitectos que les tocaba ese año.  Allí recibimos la instrucción militar hasta fines de febrero, y luego nos repartieron a distintos destinos según la especialidad de cada uno. Con matices, así era la colimba después de la prórroga por estudios. 

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A mí me tocó el Batallón de Comunicaciones de Comando 181 con base en Bahía Blanca, donde debía presentarme el 5 de marzo.                                               

Para ese entonces, yo contaba con 23 años de edad, mientras que el resto de los soldados conscriptos tenían entre 17 y 18 años, diferencia que se acentuaba con el hecho de que yo ya había estado 6 años fuera de mi casa.  Todo transcurría con normalidad dentro de la vida del cuartel.  Me habían asignado dentro de mi rutina, preparar a un Teniente 1° en física y matemáticas para ingresar a la Escuela Superior Técnica del Ejército.

Pero el día 27 de marzo nos reunieron a toda la Unidad en la Plaza de Armas y separaron a un grupo de 47 personas entre oficiales, suboficiales y soldados, dentro del cual me encontraba, que nos destinaban a realizar tareas de maniobras conjuntas en el Atlántico Sur.                                                           

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A la tardecita de ese día, nos hicieron una emotiva despedida y nos entregaron las medallas identificatorias con el grupo sanguíneo. 

Allí nos acuartelaron y cortaron toda comunicación con el mundo exterior.  Nos hicieron ir a descansar temprano porque la partida iba a ser en la madrugada del día siguiente.

En las primeras horas del 28 de marzo, todavía oscuro, partimos en los camiones de transporte de tropa rumbo a Puerto Belgrano.  Una vez allí, vimos como subían mediante grúas nuestros equipos de comunicaciones a los distintos buques allí anclados.  Además, tuvimos que colaborar con las otras fuerzas para subir los pesados cajones de municiones y armamentos a los buques.

Con todo este despliegue, sumado a las noticias de los días previos del incidente en las Islas Georgias, sabía que no se trataba simplemente de ejercicios militares… ya no era la colimba, íbamos a la guerra.

[{adj:51833 alignright}]En el atardecer de ese día, zarpamos a bordo del rompehielos Almirante Irizar rumbo al sur. Tengo muy grabada la imagen en cubierta, observando la costa continental cada vez más alejada…

Tengo muy grabada la imagen en cubierta, observando la costa continental cada vez más alejada…

A medida que íbamos avanzando hacia el sur, el clima fue cambiando.  Se empezó a poner más frío y ventoso.  Llegó un momento en que el buque se movía tanto que nosotros que estábamos en el piso de la bodega del buque, íbamos de un extremo al otro de la misma.  En la cubierta llevábamos el helicóptero de transporte de tropa, que ante tantas sacudidas terminó destrozado y hubo que acercarse a Ushuaia para reemplazarlo.  Ese viaje fue bastante caótico, demasiada gente y escasa organización.

En la tarde del 1° de abril, nos comunican el verdadero motivo de esta expedición, que era la recuperación de las Islas Malvinas.  Seguidamente hubo una ceremonia religiosa para los creyentes y nos distribuyeron rosarios bendecidos, que coincidía con el nombre de esta operación: Operación Rosario.  Saludamos y despedimos a los comandos de infantería de marina que iban con nosotros, que serían los primeros en desembarcar.

En la madrugada del 2 de abril, nos iban anunciando por los altoparlantes, los avances exitosos de la operación, que festejábamos con mucha algarabía, hasta que ya en la mañana comunican la rendición de las fuerzas locales y la toma de la casa de la gobernación por nuestras fuerzas.  Esto se festejó en el barco con mucha alegría y orgullo de haber sido parte de esta tan ansiada recuperación.

Del buque nos trasladaron al aeropuerto en el helicóptero, donde nos reacomodamos hasta que bajó la totalidad de la tripulación.  Allí fui testigo presencial de la subida del féretro del Capitán Giachino envuelto en una bandera argentina, a un avión Hércules que se encontraba en la pista.

De allí nos trasladaron en camiones hacia el centro de Puerto Argentino y a nuestra unidad la dejaron en la única iglesia católica de la ciudad, que constaba de la parroquia y atrás la casa parroquial.  En este trayecto recuerdo la cara de los niños isleños pegada a los vidrios de las ventanas, contemplando nuestro paso.  También recuerdo la casa de la gobernación con el grupo de marines bajo la custodia de nuestros soldados, la bandera argentina flameando orgullosa en su mástil y nuestros corazones que se querían salir del pecho.  Era un día de sol radiante, muy poco frecuente para la época en el archipiélago.  Fue un día de mucha felicidad para todos nosotros, ya que sentíamos el honor de ser los protagonistas de un hecho tan ansiado por todos los argentinos.

[{adj:51834 alignleft}]Finalizada la exitosa Operación Rosario, esa misma tarde todas las tropas regresaron a Continente, quedando sólo en Puerto Argentino nuestra unidad con apenas 30 hombres y otro puñado de soldados de la Policía Militar también de Bahía Blanca.  Así tuvimos que custodiar la ciudad, en un ambiente un tanto hostil y esperar que nada sucediera.  A mí me tocó guardia a las 3 de la mañana en el patio de la parroquia, que limitaba con otras viviendas.  Por momentos escuchaba ruidos a cadenas y pasos que en la oscuridad no podía identificar de qué se trataba.  Así permanecí sigiloso hasta las 5 hs, donde me llegó el relevo.  Al otro día descubrí que se trataba de una oveja atada a un poste la que producía esos ruidos.                                                                                        

Al día siguiente, 3 de abril, apareció toda la prensa y éramos reportados por cada uno de ellos.  También empezó un arribo de tropas diarios para cubrir los puntos estratégicos de las islas.  A un periodista del diario La Nación le pedí si me podía llevar una carta para mi familia, para contarles dónde me encontraba, cosa que por supuesto accedió y cumplió a la brevedad.  También arribó ese día el ARA Cabo San Antonio que traía al resto de nuestros compañeros y nuestros camiones con los equipos de comunicación marca Tadiran, de origen israelí.  Al tener a nuestro cargo estos equipos pesados, fuimos la única Unidad que no tuvo relevo durante los 74 días que duró el conflicto.

Ese mes de abril fue de preparación.  Nuestra Unidad de Comunicaciones fue distribuida a distintos destinos de las islas, dando apoyo a las fuerzas que se encontraban en el lugar.  Yo pasé por varios destinos, pero siempre en las cercanías de Puerto Argentino.  En el ex cuartel de los Royal Marines, en un bunker que habíamos armado en un terreno baldío y en el centro de comunicaciones telefónicas local, que se encontraba camino al aeropuerto.

Mediante el sistema de radioaficionados, podíamos comunicarnos con nuestros afectos.  Sin poder dar detalles de ubicación, nombres y demás datos, podíamos hablar con nuestras familias y aunque las charlas no eran muy atractivas, al menos nos escuchábamos y sabían cómo nos encontrábamos.  Yo tenía un operador de Olavarría para hablar con mi familia y otro de Venado Tuerto para hablar con mi novia.  Mi identificación era “el príncipe” y mi novia “la princesa”.

Todo transcurría con normalidad, hasta la madrugada del 1° de mayo, cuando comenzaron los primeros bombardeos.  En ese momento tomamos real dimensión de dónde nos encontrábamos y quién era el enemigo que estábamos enfrentando.  Al principio éramos atacados de día desde el aire, con cierta imprecisión por la altura que debían llevar los aviones para no ser repelidos por nuestra artillería antiaérea.  Luego comenzaría el hostigamiento desde los buques que actuaban por las noches, produciendo una acción de desgaste al no dejarnos descansar adecuadamente.

Algo que nos reconfortaba mucho era cuando nos repartían cartas al soldado desconocido, ya que al leerlas sentíamos el apoyo de todo el país que estaba rezando y haciendo fuerza por nosotros.  Muchas cartas de niños y madres que nos hicieron lagrimear más de una vez.  Ni hablar cuando recibíamos cartas de nuestra familia y amigos.

Pero todo empeoró cuando a pesar de toda la resistencia ofrecida, los marines pudieron hacer pie en las islas, con todo el costo que ello les causó.  Porque pensábamos que les iba a resultar casi imposible desembarcar cuando teníamos fuerzas desplegadas en todos los espacios probables.  Pero nuestra lógica no fue la misma de ellos, que decidieron ingresar por el estrecho de San Carlos, poniendo en riesgo gran parte de su flota, pero consiguiendo su objetivo final.  Esto fue desmoralizando a nuestras fuerzas, sumado al clima cada vez más hostil y la comida que cada día se hacía más espaciada.  Las comunicaciones con nuestros seres queridos fueron cortadas, así que ellos no supieron nada más de nuestra suerte.  Eso me atormentaba mucho, al imaginarme a mis padres tantos días sin tener noticias mías.

Fueron días muy difíciles, estando expuestos a los bombardeos aéreos durante el día, desde la costa por la noche y ahora se sumaban la artillería desde los montes cercanos con el avance de las tropas inglesas.  Recuerdo dos domingos terribles, cuando jugó Argentina un partido del mundial de España y cuando vino el Papa Juan Pablo a Bs. As.  Se decía que atacaban el domingo porque los Gurkas cobraban doble ese día…

Esta última etapa me tocó en las afueras de Puerto Argentino, camino al aeropuerto.  Para higienizarme y conseguir algunos víveres, tenía que caminar hasta el centro, cosa que hacía cada dos días.  Luego no se pudo, y ya dejé de preocuparme por mi higiene y me había acostumbrado a dormitar cuando se podía y comer lo que se conseguía.

Durante la noche del 13 al 14 de junio fue de una intensidad tal el fuego cruzado, que el sonido se hacía insoportable.  Asomábamos la cabeza y se veían los fogonazos y las bengalas en distintas zonas que parecía de día.  Ese ruido ensordecedor duró hasta las primeras horas de la mañana, donde de un momento para otro se hizo un silencio aterrador, que yo pensé que me había quedado sordo.  Salí del refugio y todo era calma.  Se veía algunas zonas con humo, pero ningún movimiento; no sabíamos qué pasaba.  Pasadas algunas horas vino una patrulla nuestra, para avisarnos que se había firmado la rendición y que debíamos replegarnos para Puerto Argentino.  Fue una noticia con sabor agridulce: por un lado se había terminado todo ese infierno, pero por el otro, no era la forma que hubiéramos deseado.

Durante el repliegue, me fui encontrando con otros compañeros de la Unidad, como así también de algunas bajas de amistades que había hecho en ese tiempo, cosa que me puso muy triste.

Una vez en Puerto Argentino, los marines nos hicieron marchar hacia la zona del aeropuerto, y en el trayecto nos ordenaron dejar las armas y demás pertenencias.  En el lugar se había armado un espacio con carpas, donde pasamos esas noches como prisioneros, hasta que nos comenzaron a llamar por grupos para trasladarnos al puerto y embarcar para el continente.  A nosotros nos tocó embarcar en el Camberra, transatlántico que había sido desmantelado para trasladar a una mayor cantidad de gente.  Al subir al buque, luego de requisarnos nuevamente, nos fueron entregando a cada uno una afeitadora descartable, un jabón y una toalla para higienizarnos.  Luego nos dispusieron en pequeños grupos en el salón principal y nos repartieron un mazo de naipes para que nos entretuviéramos.  Durante el día nos sacaban a cubierta para no estar tanto tiempo encerrados.  Nos trataron muy bien y nos dieron de comer de manera organizada y muy satisfactoria; hasta nos convidaban con café y cigarrillos.  Aclaro que aquí veníamos únicamente los suboficiales y soldados.  A los oficiales los hicieron permanecer unos días más en las islas. El destino del viaje era Montevideo, pero con la caída del Gral. Galtieri, consiguieron permiso para arribar a Puerto Madryn.  Así lo hicimos el día 19 de junio y ante nuestra sorpresa, tuvimos un muy cálido recibimiento de sus habitantes.  Habían armado en una vieja barraca, unas largas mesas donde nos homenajearon con café caliente y tortas.

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"El destino del viaje era Montevideo, pero con la caída del Gral. Galtieri, consiguieron permiso para arribar a Puerto Madryn" 

Como nos avisaron que al día siguiente nos iban a trasladar en avión a Campo de Mayo, el sargento que estaba a cargo del grupo, tomó la determinación de ir hasta la terminal de ómnibus y tomar el primer transporte hacia la ciudad de Bahía Blanca.  Tomamos un colectivo de la empresa La Puntual que nos llevó gratis y nos dejó en la puerta de la Unidad.  Llegamos el 20 de junio, en plena ceremonia de la jura de la bandera, por lo que al vernos se suspendió el acto para darnos un cálido recibimiento.  Cuando pude, llamé por teléfono a un tío que tenía en Bahía, que no lo podía creer, el cual se puso inmediatamente en contacto con mis padres en Olavarría, y a las pocas horas estábamos festejando todos juntos. Como nos dieron unos días de licencia, aproveché a volver con mis padres a Olavarría, donde nos esperaban ansiosos los medios periodísticos para conocer nuestro estado y de la suerte de los otros olavarrienses de los cuales todavía no se conocía su paradero.  Afortunadamente, todos volvimos sanos y salvos.

 Al principio no fue fácil insertarnos nuevamente en una sociedad que había vivido esa aventura en forma muy distinta a nuestro sentir y que a medida que pasaban los días, el tema Malvinas iba perdiendo protagonismo ante otros acontecimientos que iban sucediendo en el país.  Salvo algunas instituciones, sobre todo educativas, que nos organizaban emotivos homenajes, el resto de la sociedad prefería no hablar del tema.  Otros trataban de no hacerlo, quizá pensando en no revolver una herida.

Homenajes y reconocimientos

Volvió la democracia, pero el tema Malvinas pasó al olvido.  Tuvo que pasar casi una década para que los ex combatientes fuéramos tenidos en consideración, con una pensión graciable y una obra social.

En Olavarría, con el apoyo de nuestros padres, creamos el Centro de Ex Combatientes de Malvinas, del cual fui su primer presidente, y que nuestra misión fue ayudar a otros ex combatientes que no habían corrido la misma suerte que nosotros y necesitaban de nuestro apoyo.           

Debido a mi situación laboral, me tocó vivir en varias localidades del país (*), y allí también participé de las distintas agrupaciones de ex combatientes, todas con fines muy similares.  Hoy radicado en la ciudad de Cañuelas, formo parte de su Centro de Veteranos de Guerra.  Aquí inauguramos un monumento conmemorativo y contribuimos con nuestros relatos a la confección de un libro testimonial.

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               Monumento de Malvinas en la plaza Belgrano de Cañuelas                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            Siempre estuvimos muy predispuestos a concurrir a los colegios que nos invitan a contar nuestras experiencias, que hacíamos de buen grado para que la causa Malvinas esté también presente en las generaciones que no habían vivido la guerra.Hoy a 40 años de esa gesta que cambió mi vida para siempre, me siento afortunado de haber participado en la misma, y de haber regresado física y mentalmente íntegro, porque a esa temprana edad, me hizo comprender el valor de las pequeñas cosas, que mientras las poseemos no les damos su importancia, como un plato de comida caliente, un baño reconfortante, una cama mullida y un sueño placentero…  La importancia del sostén familiar y de los amigos entrañables que hacen que esa mochila no sea tan pesada.  De toda experiencia, por más desafortunada que sea, se pueden sacar buenas enseñanzas y creo que yo supe aprovecharlas a todas.

 

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