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Opinión

El día que fui homeless a causa de la belleza

Columna destacada

Un filósofo francés (Jean Guiton) del siglo pasado, sostuvo en un libro que tituló “Una teoría de la fiesta”, que durante una celebración festiva el tiempo en su continuo se dispensa de lo ordinario e irrumpe en un período de reposo, de descanso de la cotidianeidad. Comenta, entre otras cosas, que el tiempo de fiesta es tiempo de derroche, de gasto, mientras que el ordinario, el corriente, lo es de producción y ahorro. Y necesitamos de esos períodos de distancia, de descanso de lo cotidiano, de lo vulgar; qué otra cosa son las vacaciones sino irrumpir con lo diferente en la vida. Hoy me propongo hacer algo así.

Viendo el discurso en dueto del viernes me sentí asqueado, desbordado por el kirchnerismo y sus patrocinadores. Y me pareció necesario interrumpir la cotidianeidad de la Argentina e irrumpir en clave de pausa, festiva; finalmente la primavera vendrá, los brotes resurgirán, los jacarandás nos regalarán sus flores violetas y el sol continuará abrazando con su ternura invernal de madre. Y pensé que nos merecemos considerar algunos temas que pertenecen a lo categórico, no a la anécdota.  Y pensé en la belleza y la manera que tiene de participar en nuestra vida.

La filosofía clásica considera que el ser –concepto abstracto- tiene diferentes aspectos, o características: es uno, es bueno, es verdadero y finalmente es bello. Y lo de finalmente no es arbitrario porque tuvo encontronazos con algunos pensadores. Por lo pronto Platón no tenía en consideración a los escultores, ni sus obras, porque el componente sensible era una reducción en la consideración de la belleza. Hay escultores contemporáneos a Platón, como Policleto, el más importante de la antigüedad clásica, Fidias y otros, que no eran considerados por el filósofo. Para él la belleza debía permanecer en el mundo perfecto de las esencias puras, o de las ideas; cualquier materialización resultaba un empobrecimiento de la belleza. Este pensador, el filósofo más importante en la historia de las ideas, tuvo una penetración enorme en el primer milenio del cristianismo. La teología cristiana del primer milenio fue pensada y elaborada a partir de las premisas platónicas. Recién a comienzos del segundo milenio entra a tallar otro grande del pensamiento: Aristóteles; pero el primero de los milenios fue todo de Platón. Y esto porque un filósofo, no se llamaba teólogo -la categoría de tal no existía aún- formuló las primeras ideas de la teología cristiana a partir del pensamiento elaborado por Platón. Fue Justino, el filósofo, que murió en Roma a comienzos del segundo siglo. Y dio inicio al pensamiento elaborado del cristianismo. Los teólogos posteriores reconocerán ser deudores suyos.  Algo similar con la belleza, como aspecto o propiedad del ser, propuso otro gigante, pero en el siglo XIII: Tomás de Aquino. No veía que la belleza, por el mismo motivo, el de lo sensible, fuera un aspecto del ser como los otros. Sus discípulos, más tarde, lo corregirán e incorporarán de manera definitiva. Hasta Tomás de Aquino, que era aristotélico, se vio seducido por Platón.

Para Platón la belleza era relevante. Le dedica uno de los diálogos más conocidos de los treinta y pico que escribió: “El banquete”. Tuve una experiencia fea con la belleza platónica. Viajaba de Brescia a Asís -única parada- en tren, antes de Roma, destino final. Yo debía bajar en Asís porque allí me esperaba un contingente de peregrinos que me tocaba coordinar. Leyendo “El banquete” no reparé que el tren se había detenido y solo reaccioné cuando se ponía nuevamente en movimiento. Al llegar a Roma no encontré a dónde dormir; el primer tren salía a las 6 de la mañana, para mi regreso al encuentro del grupo. Luego de buscar un hotel donde pasar la noche, y no encontrar una cama disponible, debí resignarme a esperar la salida de mi nuevo tren; lo cierto es que dormí en Termini; era verano. La belleza me pasó factura.

También, para quienes tienen fe en la vida eterna, el planteo de la eternidad como contemplación de la Belleza puede ser una entrada en la consideración comprensible de ese destino desconocido para el hombre. Si al contemplar algo bello: un objeto, un paisaje, una persona, aún puede cansarnos, se debe a que vivimos en el tiempo, somos seres en el tiempo, en la sucesión, y al ser de ese modo nos cansa porque nuestra vida es un constante antes y después. En cambio, la eternidad es un ahora permanente, un presente que lo invade todo; aparece otro aspecto del ser:  lo uno. Lo uno se refiere a la no diversidad, a lo total. Es el acto en estado puro, sin devenir.

Claro que para hablar de Dios y lo referido a Él, debemos hacerlo desde las condiciones humanas, desde nuestras experiencias de conocimiento; por lo que debería haber proporcionalidad entre lo que conocemos de aquí y lo que referimos de allá. Dios es Bello, podemos decir; ese concepto de bello debe estar en sintonía con lo que conocemos de lo bello por nuestra experiencia. Hubo un poeta catalán de la primera mitad del siglo pasado, que habló de esto y lo hizo de maravillas. Este poeta, Joan Maragall escribió “Cántico espiritual”; allí describe la belleza del mundo en sus pequeñas cosas y esto lo lleva a preguntarse qué de nuevo puede ofrecerle Dios al hombre cuando lo que nos rodea es tan bello y perfecto; va solo un pasaje:

 

Si el mundo es tan bello y se refleja

Oh Señor, con tu paz en nuestros ojos,

¿qué más nos puedes dar en otra vida?

Pues ¿con qué otros sentidos me harás ver

este azul que corona las montañas,

el ancho mar, y el sol que en todo luce?

El autor va construyendo la expectativa del encuentro con Dios a partir de la tensión entre el ahora y el después, en el marco de la belleza que lo rodea y lo deslumbra. Es un bonito poema, largo.  (Está en internet).

Pero la belleza no la vivimos como algo conceptual.  Distinguimos lo bello de lo feo –que un aspecto de la belleza- al margen de nuestra capacidad de descripción. Lo bello es patente, no discursivo. En tres novelas de gran difusión, aunque escritas hace muchos años las tres, tratan el tema de la belleza: “La montaña mágica” de Thomas Mann, “La muerte de Virgilio” de Hermann Broch y “Narciso y Goldmundo” -a la que me referí hace algunos domingos- de Hermann Hesse. Las dos primeras lo hacen de modo conceptual; en la primera es un soliloquio del personaje Virgilio, y la segunda en un diálogo entre Naphta y Settembrini, dos personajes intelectuales narrados en la historia. Me interesa la tercera, la de Hesse, porque toda la historia es una búsqueda del modelo de belleza, una búsqueda del origen, de la Madre a partir del modelo que tiene en su interior.

Éste tal vez sea el punto: adónde aprendemos acerca de lo bello, quién nos enseña qué es la belleza. El personaje vibra ante la belleza de una imagen tallada por un escultor como ante el encuentro con la realización de un modelo que ya existía adentro suyo. Los modelos de la belleza van creciendo en él al paso de la vida. Es un personaje libertino, pero con la búsqueda incansable del modelo perfecto de la belleza. Tal vez nos anoticiemos de la astucia de Platón, de su penetración en el alma humana: hay algo del modelo que viene con nosotros desde siempre, que debemos descubrir. Resulta que Platón es muy atractivo, es un místico, además. Todo en él es poesía.

Volviendo a Goldmundo –que también es escultor-, va exteriorizando las formas de la perfección que existen en su alma y va creando vida, porque su producción es vida, es belleza pura. Algo parecido sucede en “El retrato oval” de E.Poe, o en un proceso inverso en “El retrato de Dorian Grey”, de O. Wilde. Porque Goldmundo muere en el descubrimiento de la forma de la belleza pura; su belleza exterior, su juventud, la fue perdiendo, ya no es hermoso físicamente. La belleza aparece como resultado de la búsqueda, de la búsqueda en su interior. El refinamiento de Goldmundo crece en tanto existe la búsqueda del modelo.

La belleza atraviesa toda nuestra vida, desde el origen hasta el final y, para quienes creemos en la vida después de la muerte, nos enlaza con la posibilidad de considerar el encuentro con Dios como un diálogo en el lenguaje de la belleza.

Debo dejarlos, el espacio se acaba. Cómo necesitaba este recreo, esta fiesta, la consideración de este alimento del alma. ¿Qué nos cambia que Scioli reemplace a Kulfas?

 

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

 

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