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Opinión

Temístocles interpretó correctamente el oráculo

La semana anterior les hablé sobre el lenguaje como ropaje que muestra y esconde. Continuaré con ese tema en un desarrollo  que expanda la idea.

Siempre me ha impresionado la manera en que la hermenéutica está formando parte de nuestro modo de comunicación de manera natural a punto tal que un niño pequeño, muy pequeño, está en condiciones de interpretar los humores de quienes se dirigen a él. Pensemos en un chiquito que es retado, advertido por su madre por una conducta inadecuada. La madre pone cara  de fastidio y el niño lo comprende y llora porque piensa que su madre lo está retando y no mide las consecuencias de la reprensión materna. Tal vez que no lo quiera más. Y no es todo; un perro percibe sin mucho esfuerzo que su amo lo está reprendiendo por algo que no corresponde o está mal. Mi perra inmediatamente se encoge y aplica su cabeza al piso bajando las orejas. Pareciera que la hermenéutica es connatural al hombre y a algunos animales; que el hombre antes de convertirla en disciplina para la interpretación del lenguaje, la tiene adherida a su piel con la naturaleza. La hermenéutica está implícita en todo intercambio social. Cualquiera percibe cuando es bien recibido, cuando hay sintonía o cuando el juego de la seducción conduce al enamoramiento entre los seres humanos. Siempre está ahí como testeando el devenir de los vínculos. Uno naturalmente percibe el lenguaje implícito en el código de comunicación no convencional. Hay un ropaje que expresa lo que no cabe en el discurso hablado pero que lo manifiesta en la gestualidad silenciosa, expresada o no manifestada de modo explícito, porque los silencios también hablan.

En una entrevista del año 1979, Borges dijo que la canonizada expresión “el amor es ciego”, es una gran mentira; nada está más iluminado que lo que nos descubre el amor. El que ama ve lo que nadie ve; convierte al otro en un ser único, diferente, percibible entre la multitud. No solo no es ciego sino que es capaz de ver los detalles en la mitad de la noche. Otro, el  otro, que no es parte de ese vínculo no entiende, no ve, se sorprende y hasta se pregunta qué le vio. Solo el que ama es capaz  de ver esas nimiedades que lo convierten en un ser único. Eso es el amor. Ese es un principio  aplicado de la hermenéutica connatural al hombre. Es ese conocimiento que procede de una segunda naturaleza que nos permite correr los velos,  despojar de los impedimentos y encontrarnos con la realidad deseada, o también no deseada, pero con la realidad.

A mediados de la década del 80 se estrenó una película polaca, de K. Zanussi “El  año del sol quieto”; no recuerdo grandes cosas de ella, pero sí una escena que me marcó y se las narro brevemente. Me impresionó por el mensaje implícito y explícito que encerraba. Un soldado americano conoce a una mujer polaca y se enamoran. Él no hablaba polaco, ella no hablaba inglés. El amor entre ellos crece, se consolida el vínculo y se convierte en una comunión intensa e íntima de amor puro y sólido. En un momento buscan un intérprete que pudiera mediar entre ellos y, sentados en una mesa uno frente al otro,  el intérprete en la cabecera, comienzan el diálogo. Luego de unos minutos de intercambio de palabras los gana la risa envolvente (entre los que se aman) y, con cierto malestar, el intérprete los interpela de mal humor por las causas de la risa, que no conoce. El mensaje que yo percibí fue que quien hablaba el idioma de  ambos era el que no entendía el idioma de ellos. El vínculo producido entre los amantes era suficiente como para excluir a quien, en principio, estaba en condiciones de decir, de hablar, de comunicar. La corriente  vinculante entre el hombre y la mujer dejaba afuera al intérprete. Sencillamente sobraba. Ese mundo interior compartido, esa capacidad de comunicación entre los amantes desbordaba las convenciones naturales del intercambio entre los hombres: el lenguaje. También podemos llamarlo percepción. O intensidad de comunión. A la vez podemos estar ciegos ante lo evidente y no darnos cuenta de lo que está patente ante nuestros ojos, o inconscientemente nos negamos a ver. Finalmente uno comunica lo que hay adentro, en el interior de las personas. No hay posibilidad de comunicar si no hay qué comunicar. Se podrá hablar de negocios, se podrá compartir hechos pero no habrá comunicación de vidas. Ese intérprete de la película quedaba afuera porque no compartía las interioridades de los amantes, no tenía la vibración que enriquecía el idioma propio de los que se aman.

En el mundo del teatro griego, la ceguera fue  principio de la sabiduría. Tiresias, quien anuncia la desgracias que se precipitan sobre Edipo, fue ciego. El mismo Edipo se arranca los ojos. La vuelta al mundo interior expresado en la ceguera era el principio de la sabiduría. El verdadero valor, lo que hay para decir, se encuentra en el interior del hombre.  Lo que esperamos de los otros, lo que nosotros tenemos para dar, es lo que proviene de nuestra interioridad, y cuanto más rica más fecunda, y más fecunda para comunicar. Me ha llamado la atención que Beethoven fuera sordo cuando su mundo fue la música; de la misma manera que Cándido López perdiera la mano con la que pintaba, en Curupaytí; o que José Mármol y Paul Groussac y Jorge Luis Borges, tres directores de la biblioteca nacional, lectores y escritores consagrados, hubieran perdido la vista, fueran ciegos. A ninguno de ellos los conocemos por sus carencias físicas sino por sus riquezas expresadas y comunicadas que nos hacen más rica y feliz la vida. Poco nos importa el mal humor por el que era famoso Beethoven, o la suficiencia de Groussac, o la ideología de Mármol o la ironía de Borges;  nosotros somos capaces de ver, oír y leer una vida cargada de espiritualidad que en lo propio cada uno nos dio.

Cuando el ejército persa de Jerjes se volcó a la invasión de Grecia, los atenienses decidieron consultar el oráculo de Delfos;  éste les dijo que los persas encontrarían su límite en una valla de madera. Algunos creyeron ver en el oráculo la idea de refugiarse en Atenas, detrás de las murallas de madera de la ciudad; Temístocles interpretó que las vallas de madera eran los barcos. Ese fue el acierto que permitiría el crecimiento de Atenas y el Gran ciclo de Perícles. La hermenéutica nos permite una comunicación más rica porque nos agrega información al margen del lenguaje, pero también es cierto que forzarse a ver lo que no existe, oír lo que no suena,  puede ser la causa de una gran frustración. La interpretación es connatural al hombre; la verdad también.

 

(*) Licenciado en Teología (UCA) - Licenciado en Letras (UBA)

 

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