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Opinión

La Manzana de la Discordia

Columna destacada

Zeus y Hera fueron un matrimonio con muchas dificultades. Los motivos no faltaban. El rey del Olimpo fue un personaje muy poderoso e igualmente mujeriego, que no dejaba de darle motivos a su esposa para alimentar celos y deseos de venganza; tenían sus buenos momentos, pero las tensiones desdibujaban reiteradamente las dulzuras del hogar. Los relatos míticos o literarios nos traen a cuento algunos episodios que nos narran con detalles las desventuras de un amor siempre en crisis. Veamos un par de ellos.

Lo primero que cabe decir es que el tiempo no reviste obstáculo para los romances de Zeus; es frecuente que tenga amoríos con descendientes luego de varias generaciones; los dioses no están alcanzados por los límites que impone el tiempo. Zeus se enamora de Alcmena y se trasmuta con el aspecto de su marido, Anfitrión, y deteniendo el sol durante un par de días se acuesta con su chozna (eso era Alcmena) -de cuyo fruto nacerá Hércules- porque el marido regresaría al despuntar el día; su marido Anfitrión era tataranieto por otra vía. Como puede verse, Zeus no reparaba en detalles. Pero volvamos a Hera; esta divinidad tenía un encono especial hacia los troyanos por dos motivos principales; el primero fue que Zeus se deslumbra con Ganímedes y lo rapta convirtiéndolo en su amante y copero del Olimpo. Éste era hijo de Tros (de donde recibe el nombre Troya), y por lo tanto tataranieto de Zeus. A Hera le produjo muchos celos esta relación amorosa de su marido, que se expresaría en un resentimiento empecinado hacia los troyanos en su enfrentamiento con los griegos. Pero no fue la única causa del enojo perdurable de Hera.

El tiempo –como se dijo- no es problema ni para los dioses ni para la concordancia narrativa de los hechos. Durante la boda de Peleo con Tetis (ésta también le gustaba al dios, pero por advertencia de Proteo o Temis, difieren las tradiciones, la deja correr y le buscan un marido conveniente), que serán los padres de Aquiles, no fue invitada la diosa Eris (la diosa Discordia) que con inquina arroja una manzana de oro en el medio de la fiesta con una escritura que decía: “para la más bella”; como podrá imaginarse el problema cobró proporciones. Le piden a Zeus que decida cuál de las tres aspirantes –Hera, Atenea y Afrodita- era la más bella. El padre de los dioses no quiso implicancias en el asunto y busca llamar a Alejandro, más conocido como Paris, para que decidiera. Cada una le presenta los beneficios de ser la elegida (una especie de soborno legitimado por la costumbre); el gobierno del mundo, Hera; el poder y la inteligencia en las batallas, Atenea; y el amor de la mujer más bella del mundo, Afrodita. Conocemos cuál fue su decisión. Esta elección que excluyó a Hera y a Atenea, las pondrá del lado de los griegos durante la guerra de Troya. Harán apelación a todos los recursos para que los troyanos fueran vencidos; entre otras cosas emborrachar a Zeus en una noche de pasión para distraerlo (esto lo hizo Hera). El resentimiento de Hera continuó y lo resolverá Virgilio en La Eneida; Zeus le pondrá un límite a la animadversión de la diosa hacia los troyanos y le prohibirá intervenir en la batalla entre Eneas (descendiente de los troyanos) y Turno; lucha que consagrará a Eneas como padre de la latinidad, la nueva Troya.

Puesto en comentador de chimentos, debo decir que no me cae bien Hera; reúne una buena cantidad de características que no ornamentan agradablemente a un ser humano, o a una diosa, es lo mismo. Ciertamente no es Eris, la discordia, pero es reiterada la descripción que las letras nos hacen de una figura resentida, violenta, vengativa, mentirosa y capaz de argucias sofisticadas para obtener sus beneficios. Zeus, convengamos que no es un nudo de virtudes, pero es siempre frontal. No sería justo pensar hoy a la mujer con criterios de entonces; se hace necesario el esfuerzo en las adaptaciones del caso.  No obstante, tampoco la mujer es presentada en el mundo griego como un apéndice del hombre; finalmente la guerra de Troya resulta del engaño y del amor. La figura de Hera es construida como una presencia fuerte, influyente y cargada de astucia y ardides para obtener beneficios. Sus beneficios, con capacidad para producir hechos que direccional una guerra, influye en las decisiones y administra los tiempos de la batalla. Hay algún pasaje, en Ovidio, en el que Zeus pide a sus amigos que guarden silencio ante su esposa por temor a las consecuencias. Si tuviera que describir a una persona, mujer o varón, poco importa, que intriga, desconfía, se ofende, rumea la venganza, lo haría con las características de Hera. Seguramente hay otras, pero las que habitan en este personaje mítico son suficientes para decir mucho.

La literatura que llamamos clásica tiene eterna vigencia porque dice cosas del hombre, con rasgos de una época, por cierto, pero que son propios de la naturaleza humana, no de una cultura. A lo largo del tiempo han sucedido aberraciones producidas por el corazón y la mente humanos. Existió un Nerón, también vengativo, violento, injusto, sin ninguna valoración por los componentes básicos de una vida sana, con desmadres morales y aberraciones sexuales (Vida de los doce Césares, de Suetonio), que incendió Roma para hacer una nueva; también Hitler incendió Europa para construir una raza nueva; y en nuestros días Putin expande un imperio, ya inmenso en territorio (17% del planeta) procurando la reinstauración del poder de Pedro el Grande.

¿Existe el Demonio? Miremos las acciones de estos hombres, algunos lejanos, pero vivos en la memoria de la humanidad. La palabra tiene una valoración diferente en la antigua Grecia, tiene una carga neutra. Pero diablo siempre significa arrojar algo entre dos, o entre varios para generar división; ¿no es acaso lo que hizo Eris al arrojar la manzana por no haber sido invitada a la fiesta? Eris es la discordia y Hera es la expresión viva de sus consecuencias.

No es necesario ser el demonio para dividir, aunque sí es necesario trabajar para él. Las situaciones de enfrentamiento, de división, de desunión en nuestros políticos son rasgos diabólicos. Puede sonar a lenguaje religioso, aunque las consecuencias son bien de este mundo. Hasta los ladrones tienen que dialogar para poder ejecutar su acción delictiva; tienen que ordenar y distribuir su trabajo para la obtención de los resultados procurados.

Recordaré de por vida la expresión descalificadora y de desprecio que le ofreció Cristina Elisabeth Fernández a Mauricio Macri al prestarle materialmente la mano, no se la dio, en la foto que hemos visto hasta el hartazgo, tomada el día que asumió Alberto Fernández. Cómo se puede pensar que respetará al que piensa diferente si destrata de ese modo a un presidente al entregar el mando; ¿y los que lo votaron? ¿No son igualmente despreciados? No cabe excusa; el resentimiento, el repudio a la persona de un ex presidente quedaron expuestas. Pero las expresiones de división fueron creciendo hasta el día en el que no se hablan los que comparten dueto que consagra la constitución para gobernar el país. No hay diálogo, no hay otra cosa que descalificación. No se trata de una pelea entre vecinos que decidieron ignorarse, son los responsables de un país cargado de problemas que requieren urgente solución. No se entiende que no se hablen oficialismo y oposición, sencillamente no se entiende porque ambos, desde lugares diferentes, son responsables de los destinos del país; ahora, que no se hablen los principales responsables de las decisiones políticas, económicas, etc, es diabólico. Es una manzana arrojada en medio de una reunión para ver quién es más poderoso, o más popular, o más hábil en el manejo de lo público, o el más bello, qué más da... Lo que nos llega es si le atendió el teléfono, si tal ministro, si tal secretario; disputa de peluquería de gente aburrida. Ese es el nivel de la gente que nos gobierna. Y detrás....detrás se incendia un país.

 

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

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