La inflación en el país sudamericano fue del 3,3% en mayo y la erosión de la moneda hace que se sustituya por caramelos en los vueltos.
Entretanto, el gobierno del presidente Alberto Fernández y de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner (cada vez más la segunda, cada vez menos el primero) quiere evitar desastres que perjudiquen sus perspectivas electorales.
La inflación es una constante en la economía argentina desde hace décadas. El alza continua de los precios corroe la moneda y la capacidad adquisitiva de los ciudadanos, pero también evita, gracias a que licúa las deudas en pesos, que el Estado caiga en la bancarrota. La falta de crédito internacional, pese a la discutida reestructuración de la deuda pactada con los acreedores privados, obliga al Banco Central a imprimir pesos de forma incesante para financiar el déficit presupuestario en el contexto de la pandemia. Y el empeño en mantener bajo control la cotización del peso frente al dólar ha contribuido a elevar hasta los 341.000 millones de dólares la deuda de las administraciones públicas. Ambos factores fomentan la inflación.
El alza de los precios es una realidad inocultable. El Gobierno, sin embargo, se niega a reconocerla creando billetes de valor más alto. La unidad de pago más alta sigue siendo el billete de mil pesos, que, al cambio real (el que se obtiene en el mercado negro, al margen del circuito bancario) equivale a unos 6,3 dólares o 5,2 euros. Eso da una idea de la cantidad de papel que se ve obligado a manejar el consumidor argentino si quiere hacer pagos en efectivo.
La inflación de mayo resultaría alarmante en casi cualquier otro país del mundo. Para Argentina, tras una serie de subidas fortísimas (4,8% en marzo, 4,1% en abril), el alza del 3,3% el mes pasado constituye casi una buena noticia, matizada por el hecho de que la inflación subyacente permanece fija en torno al 3,5%. En lo que va de año, los precios han aumentado el 21,5%. En los últimos doce meses, el 48,8%. La previsión establecida en el presupuesto para 2021, del 29%, carece ya de sentido.
El Gobierno deposita ahora sus esperanzas antiinflacionarias en los mecanismos de control de precios, basados en acuerdos con las grandes empresas (especialmente las alimentarias) y en las inspecciones a centros de venta para detectar encarecimientos “injustificados”.
Los controles de cambio (el llamado “cepo”) son un instrumento adicional. La receta monetaria clásica, la de subir los tipos de interés, se descarta por completo, al menos hasta pasadas las elecciones, porque tendría un efecto recesivo en una economía ya en situación crítica.
De momento, un peso vale un caramelo Mini. Al ritmo actual, dentro de un año valdrá medio caramelo.
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