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Cultura

Roma

Su nombre era Roma. Joven y nostálgica, la madre la había llamado así dándole el nombre de la ciudad donde había nacido. Podríamos cifrar en el nombre un deseo de que a su niña conduzcan todos los caminos o el capricho de desordenar las letras de amor. Roma creció en Avellaneda en un barrio de casas grises y calles grises como los cielos y las caras.

A los dieciocho años se casó con Román. Román había sido la primera mirada de deseo sobre ella, el primer rubor, el primer beso y el fuego de cada vez que se veían.

Al principio tenían sexo sin amor. Después amor con sexo. Después el tiempo se puso raro. Como esos esperados días de otoño en los cuales, sin embargo, sigue haciendo demasiado calor, cuando el calor ya agobia y está imputado de intrusión y abuso.

Roma tuvo hijos, progresó en su trabajo, nunca dejó de leer mucho, siguiendo algún secreto itinerario, secreto incluso para ella, en la elección de sus lecturas. Le dio a Román un lugar de honor a su lado y se permitió perder el suyo, su honor, para complacerlo más de una vez y en más de una manera. Pero Román la abandonó después de veinte años de matrimonio. Tuvo el delicado gesto final de saber mentirle la razón de su partida. Después de eso Roma empezó a beber. Nunca recuperó del todo el sueño ni tampoco del todo el hambre. Mora, su amiga del alma, sostuvo a Roma todo lo que pudo después de la separación. Quedó, sin embargo, un resto, un telón sutil que embargaba la luz de sus ojos.

Una mañana de domingo, Roma se despertó con una idea que la inquietó, que movilizó su ser por entero.

No era exactamente una idea. Más bien una visión, una intuición, o quizás una revelación. Tenía, al mismo tiempo, unidad y multiplicidad, había que guardar la distancia justa para que no se hundiera en confusión o se vaciara de sentido. Completamente desvelada y una vez bajo la ducha Roma temió. La visión se había ofrecido en esa oscura lucidez de la consciencia que emerge en el recién despertar. En la vigilia plena, sin embargo, se tornaba lejana y confusa. Cuando quería ordenarla la perdía. Pensó que el orden tiene su precio y este pensamiento la fue llevando de la mano para intentar apalabrar aquella visión, dispuesta a pagar el precio de cierto empobrecimiento. Cuanto más la apalabraba, sin embargo, más se le escapaba. Se dividía o se multiplicaba, se alteraba o se banalizaba.  ¿Pero de qué estaba hecha la idea sino también de palabras? Trataba de entender.

Se vistió, hizo café y llamó a su amiga Morita, como cariñosamente la nombraba. Le dijo que, esa mañana, al despertarse había visto el revés de la vida.

¿El revés de la vida? Dijo Mora. Intentó explicarse, pero se enredaba más y más. Una sensación opresiva en la garganta le mezquinaba el aire, la hacía casi balbucear. No puedo seguir, dijo, no puedo siquiera empezar, se me deshace el empezar, y me siento muy amar… Se le cortó la voz.

¿Amar… gada? Preguntó Mora. ¿Estás amargada?

Sí, pero no tiene nada que ver con lo que te estoy contando. Respondió Roma. Mora se dio cuenta de que su amiga buscaba sobreponerse.

Nosotros vemos el césped, retomó Roma. Vemos cómo lo peina la brisa o lo baña el rocío o lo arrancan los belfos… Mora notó la declinación poética. Notó también la reiteración, la necesidad de sobreabundar.

Y no vemos la parte subterránea del césped. Siguió Roma. La raíz, los vermes, la humedad, no tocamos las texturas ni observamos las formas distintas. ¿Y dónde está la verdad? ¿Está en lo que vemos? Yo veía un compañero. Román era mi almohada, mi colchón, mi manta, la boca de expendio por donde yo me despilfarraba sin perderme, sin disminuirme un céntimo…

¿La boca de expendio? Preguntó Mora. Yo quería amor y amar. Roma continuó sin responder. Quería caricia, confianza, mirada, orgullo de mí, quería que me mostrara como un trofeo porque yo me creía y me sentía un trofeo, un orgullo. Yo quería y creía querer y tener todo eso. Pero abajo estaba Dios con los vermes, el barro, otras formas… ¿Qué era lo que en realidad estaba pasando? ¿Dónde estaba la verdad? ¿Vamos realmente donde creemos que vamos? ¿O nos lleva donde quiere usando nuestro querer en su beneficio, sin pagar el combustible, y, creyendo ir, en realidad nos lleva…? ¿Pero quién? ¿Alguien nos lleva? Acéfalo es el norte, pero la ley es de hierro, hay un arriba y un abajo, hay un verde y hay un negro.

Roma… intentó vanamente Mora de desescalar, moderar, serenar.

Entonces no entiendo. Siguió Roma. No es tampoco eso. La visión era más, mucho más. ¿Estamos donde nos parece? ¿O somos parte de un paisaje que se modifica cuando se cambia el punto de vista? ¿Pero quién, quién cambia el punto de vista? ¿Hay, puede haber, un mirar sin ningún yo miro, un llevar sin ningún yo llevo? Pero hay un cuadro y otro cuadro, un estar y otro, un ir y otro. Yo no era trofeo ni tenía amor ni amar podía porque ¿a quién estaba realmente viendo? ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Qué veía él en esta convulsión de espanto que soy ahora? La vida tiene siempre otra cara, las cosas pasan en más de una escena, los que creemos fines, nuestros fines, son medios de realización de otra cosa por parte de máscaras de máscaras de máscaras, no sabemos bien, en realidad, quienes ni a dónde ni cómo…

El lunes a la mañana Mora iba a un turno con el dentista. Caminando por la calle Alberti, dobló por Avda. Belgrano en dirección al bajo, al río. El sol de otoño, escamoteado por los altos edificios, partía el asfalto al medio en dos bandos de luz y sombra. Los pocos árboles todavía no estaban calvos pero deshilachadas alfombras amarillas crecían a sus pies.

La encía está muy inflamada. Dijo Sebastián, su dentista. Voy a poner más anestesia. Tan confundida como Roma, tan perpleja como ella misma, Mora, había estado asistiendo a su fracaso de encerrar en la lógica y en la palabra la revelación,tan inocente como Román lo había sido, inocente de no ser o de ser otro, o de ser menos o de estar en otra parte o integrar otro paisaje, Mora esperaba repasando la conversación del día anterior.

Te voy a dar más anestesia, no te asustes, es anestesia. Dijo Sebastián. Los pinchazos seguían doliendo. Después sintió una presión, sintió que le aplastaban el maxilar, y finalmente el tirón como si le arrancaran la boca entera, un dolor hasta perder casi el sentido, gritó y se hundió en el sillón, sabiendo que no había nada que hacerle. La única esperanza era que ese haya sido el último dolor, que con él Sebastián se haya llevado también la muela en el extremo de su pinza. Pero por un rato no lo supo. Un rato que duró una vida. No supo si iba, si estaba, si era o no, no supo y lo único que tenía era esa esperanza de que haya sido el último dolor, que la muela infectada se haya ido con él. Quedar desdentada, no poder morder más allá de la superficie, sospechar sin poder saberlo a Dios, ni a los vermes, ni a las formas que son otras y las texturas ignoradas y vivir desdentada, un poco desarmada y desamada y amar sin amargarse por no ser amado y en todo caso, valiente, levantar la frente, mirar a los ojos la vida, estar sin saber muy bien dónde y contribuir a un paisaje, quizás para nadie, pero que no importe. En ese lapso entre el dolor y la esperanza: la vida, su revés sin derecho y su derecho ingenuo, a veces amable, siempre inocente.

 

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(*) El autor de la columna literaria es psicoanalista y escritor. Ha publicado artículos sobre psicoanálisis en revistas y capítulos en libros en colaboración (Psicoanálisis y Pandemia, de inminente aparición, editorial Pacto de Lectura). Ha escrito numerosos relatos, cuentos (algunos publicados en revistas y en un libro: El vuelo inmóvil, editorial Pacto de Lectura) y poemas que en su mayoría están inéditos. Cursó medicina en la UBA graduándose en 1980, realizó estudios de filosofía antigua y moderna en grupos de lectura y reflexión con docente privado.

rsarmoria@gmail.com

 

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