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Columnistas

Milei parece una isla, pero es un trozo de hielo a la deriva

“Un buen diagnóstico del profundo problema político de la Argentina es que sea una persona tan evidentemente desequilibrada como Javier Milei la que hable en favor del sentido común, en contra de la presión fiscal y de la malversación del Estado”, concluye Pola Oloixarac en Galería de celebridades argentinas.

Pola es acaso la retratista más aguda y talentosa de la literatura política contemporánea, y su reciente libro dedica dos capítulos sarcásticos a la figura que mantiene en vilo a todo el sistema electoral.

Recuerda en la página 40 de su reluciente obra la ocasión en que el líder de La Libertad Avanza fue al programa de Moria Casán, opinó que el sexo tradicional le parecía “espantoso” y rompió una lanza por el tántrico, que le permitía alcanzar el éxtasis apenas una vez cada tres meses. “Ante la incredulidad de las panelistas, cita (porque Milei no hace nada sin citar) un resumen escolar de lo que vendría a ser esa práctica carnal –apunta Oloixarac–. Es absurdo que para hablar del sexo que en teoría le gusta, tenga que recurrir a la autoridad de un libro. Su conocimiento de todo es así, de manual y sin práctica. Milei nunca abandonó del todo el ámbito escolar: todo su discurso consiste en citar unos pocos libros, revelándose como un pensador precario y superficial. No puede razonar creativamente: la normalidad le resulta algo completamente extraño”.

Más adelante, la escritora reconoce sin embargo que el “mesías” de los libertarios y los anarcocapitalistas comienza a representar una nueva sociología popular y un nuevo electorado a tener muy en cuenta, y lo explica con gran precisión: “En el mundo actual, un trabajo es un teléfono, el dinero fluye vía Marcado Pago y el Estado es algo que estorba, que quiere sacarte plata o tenerte encerrado. A la clase trabajadora no la representan ni Hugo Moyano ni los sindicalistas: el proletariado actual son los Rappi, los Ubers, los Pedido Ya, los jóvenes programadores que ganan en dólares afuera y se acostumbran a operar con cuevas para que Alberto no les saque el 50% de lo que ganan, los youtubers que tienen en la red su fuente de dólares, los operadores de criptomonedas, las chicas y los chicos de Onlyfans o los que venden por Instagram. Se ven a sí mismo como emprendedores, porque saben que todo lo que ingrese en su app de Mercado Pago se lo ganaron con esfuerzo, por las suyas, y que nada fue ‘gracias a Perón’. Perón no regala bikes ni likes”. Este nuevo ciudadano anhela que se levante el cepo, está harto de pagarle al fisco y no considera que sus impuestos se traduzcan en servicios: “La policía no los protege de los malhechores y la clase política gobierna para sí misma en un silo de cristal.

Hay todo un sector de la Argentina productiva que funciona, virtualmente, como un no-Estado; ¿cuál sería el punto, entonces, para continuar la farsa del Estado? Milei es la Greta Thumberg de la inflación argentina, y sus modos desaforados empatizan con el hartazgo de los trabajadores reales, invisibles al aparato de la clase política tradicional”. Lo más revelador que Pola Oloixarac nos recuerda, no obstante, es que Milei no tiene equipos y que sus aliados terminan alejándose, bloqueados o peleados a muerte como novios despechados. “A Milei le es muy difícil sostener relaciones en el tiempo con seres que no sean sus perros y su familia inmediata –puntualiza, y le da la palabra a un reputado economista liberal que lo trató–: ‘Se pelea con todos porque propone un culto. Adulás o sos un enemigo’. Un proyecto de culto a la personalidad es incompatible con el liberalismo”. Luego proporciona una explicación complementaria que resulta, por lo menos, una conjetura interesante: “Milei no tiene equipos técnicos, colaboradores, ni armado, porque en rigor no espera ganar”.

En efecto, el fenómeno Milei es un grito, un insulto emocional, una reacción social e hiperbólica contra un relato monótono, soberbio y ya oxidado, y contra un modelo económico que se aplicó durante más de veinte años, que provocó toda clase de estragos y que ni siquiera intenta hoy ajustarse mínimamente a las nuevas exigencias del mundo laboral. El proyecto de Milei se ve desde lejos como una isla paradisíaca, pero a poco de acercarse se adivina como un iceberg, y cuando uno está a su lado se da cuenta de algo peor: es apenas un trozo de hielo flotando en el mar y a la deriva. Porque no hay respuestas, ni puede haberlas, para tres simples preguntas de mínima sensatez: si Milei eventualmente llegara al Casa Rosada, sin partido nacional y sin cuadros, ¿cómo haría para llevar a cabo su “revolución”? ¿Qué autoridad de aplicación realmente tendría contra un statu quo peligroso y destituyente, y un entramado de mafias enquistadas? ¿Cómo conseguiría sus objetivos sin gruesas concesiones y fuertes alianzas con vastos sectores de la maldecida “casta” política?

Ni sus ídolos Donald Trump –sostenido por una gran parte del partido republicano, sectores del industrialismo de la zona central de los Estados Unidos y también de la derecha religiosa– ni Jair Bolsonaro –respaldado por las influyentes iglesias evangélicas y el poderoso partido militar brasileño–, mostraban semejante indigencia. Estas ideologías extremas eran consideradas, durante el siglo XX, como vacunas certeras pero inaplicables dentro de la democracia, en tanto y en cuanto los dos partidos populares que dominaban el escenario argento no las abrazaban cabalmente, y las pequeñas fuerzas dogmáticas jamás alcanzaban el poder mediante las urnas.

Es por eso que muchos ultraliberales cometieron el peor de los pecados: olvidaron la regla fundamental del verdadero liberalismo y consiguieron su “autoridad de aplicación” mediante los fusiles y los tanques. Las dictaduras militares intentaron por la violación lo que no se podía hacer por la seducción de las masas, creando así lo que el economista norteamericano Paul Samuelson denominó el “fascismo de mercado”, y con un agravante: los uniformados tendían por genética, oficio o doctrina al nacionalismo, y a violar por lo tanto las reglas de la austeridad fiscal.

Fueron precisamente esos talibanes de un ultraliberalismo utópico e impracticable, que practicaron fuera del estado de derecho y que nos sometieron a sucesivos desastres, quienes mancharon la gran idea virtuosa: aquella misma que, encapsulada en la imprescindible democracia republicana, más hizo prosperar a las naciones modernas durante los últimos cien años. Milei suele citar positivamente a Carlos Menem y compararse con él, sin advertir que el riojano –con la fe de los conversos y muchas prácticas feudales– también malogró la idea y que, por otra parte, tenía como sostén fundamental al movimiento político más caudaloso de América Latina y a un establishment que se babeaba porque estatizara empresas para regalarles monopolios.

Se enojan con este articulista quienes teniendo experiencia y racionalidad caen en la pereza mental de pensar que es plausible una presidencia de Milei con todas estas carencias objetivas. Ese sentimiento se comprende mejor entre los jóvenes apolíticos o inexpertos, que antes podían incluso votar al trotskismo sin pensar que era una opción meramente testimonial, pero no en gente grande con dos dedos de frente, cuya declarada voluntad nihilista por apoyar La Libertad Avanza no es otra que apostar ciegamente por quien jamás gobernó, en el supuesto de que eso lo hace de inmediato inocente y potable para una responsabilidad de alta envergadura: es una suerte que Carlos Robledo Puch no se presente a elecciones, puesto que con ese argumento baladí el “huésped” de Sierra Chica también podría tener alguna chance.

Decía Chesterton: “Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo”. O en cualquier cosa. Es que los argentinos estamos tan mal, el oficialismo devastó tantas cosas y la oposición republicana se presenta tan atomizada y distraída, que podemos comprarle un tónico contra la calvicie y el mal de amores a cualquier buhonero de carromato que pase por la aldea.

<b>Jorge Fernández Díaz                          LA NACION</b>
Jorge Fernández Díaz LA NACION

opinión Javier Milei Elecciones presidenciales elecciones 2023

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