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Ciudades

Así hablaba el Golem de las Tormentas

Autor: Bahiense Anónimo

'El agua tiene memoria. Uno puede taparla, enterrarla bajo toneladas de cemento, hacerle creer que su cauce es un túnel oscuro con tapas de hierro y olor a desagüe, pero ella no olvida. Espera. Se filtra, da vueltas, se arremolina en alguna cañería olvidada y cuando llega su momento, vuelve. Porque no hay tormenta más feroz que aquella que regresa por lo que le han robado.

Y ahí estaba el Napostá, quieto pero no muerto, seco pero no vencido. Desde que le succionaron las entrañas para alimentar las fábricas químicas, desde que lo tragaron con bombas que lo arrancaron de su curso como si fuera solo un charco grande y no la arteria de una ciudad. Al Polo Petroquímico le encantó la idea: agua gratis, agua cruda, agua para hacer PVC, ácido sulfúrico, cloro, todo lo que quema, todo lo que convierte el aire en otra cosa. Entonces el arroyo dejó de ser arroyo, y la ciudad dejó de darse cuenta.

Primero fue el campo. Los quinteros de la Aldea miraban el suelo y no entendían por qué de repente era piedra, por qué la humedad de las madrugadas se había vuelto ceniza. Entonces presentaron denuncias, firmaron papeles, llevaron pruebas. Nada. La burocracia tiene una técnica secreta para archivar las cosas en un sótano donde ni las ratas se meten. Y mientras tanto, los canales aliviadores del arroyo se llenaban de tamariscos y mugre, igual que el alcantarillado, igual que las entrañas de la ciudad.

Después vino el Parque de Mayo, que había sobrevivido a tantas cosas pero no pudo contra la sed. Árboles de cien años que un día empezaron a morirse de pie, que fueron quedando huecos por dentro hasta que un vendaval los tumbó como quien sopla una hilera de fichas de dominó. Uno de ellos mató a Dayana, y nadie supo si fue un accidente o una advertencia.

Y entonces, como si hiciera falta que el Golem levantara la mano para recordar que estaba ahí, la tormenta llegó. No la llovizna amigable de otras épocas, sino un castigo. Cayeron granizos enormes, de esos que te hacen mirar al cielo con la sospecha de que algo anda mal allá arriba, y después la lluvia, toda la que no había caído en meses, años, todo lo que la ciudad no supo manejar porque creyó que había domesticado al agua.

Las calles se llenaron en minutos. Los autos flotaban, las confiterías inundadas, la gente corriendo con bolsas en la cabeza como si eso sirviera para tapar el desastre. Y el agua, el agua yendo a donde tenía que ir, porque su recorrido estaba escrito desde siempre, solo que alguien se había creído con el derecho de borrarlo.

Y entonces el Golem de las Tormentas habló, pero no con palabras, sino con ráfagas de viento y un rugido de cañerías reventadas. Dijo que nadie draga el Napostá desde 1998, que la napa fue secada a propósito, que lo del Polo fue un saqueo descarado y que la lluvia no era más que una manera de restablecer el orden. Dijo que los árboles no mueren de pie, sino de sed. Dijo que la ciudad tenía un precio que pagar.

Y al final, cuando todo quedó en silencio, cuando las calles seguían anegadas y los edificios torcidos reflejaban su sombra en el agua oscura, quedó flotando la última advertencia, apenas un susurro entre las gotas que aún caían de los techos:

“Nada de esto es un accidente.

El agua vuelve. Siempre vuelve.”

memoria del agua autor anónimo desde las redes Bahía Blanca

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