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Opinión

Lo imprescindible de la incondicionalidad cuando ya no hay argumentos

Columna destacada

En tiempos del mundial de fútbol no podemos abstraernos de los desafíos del deporte que más aficionados mueve, y recordar un episodio que pasó hace cuarenta años. En 1982, el emir de Kuwait interrumpió el partido reclamando que un silbato de la tribuna había distraído a su equipo nacional, e interpeló al árbitro para que anulara el gol bajo la amenaza de retirar a su selección del campo de juego. Lo curioso del asunto es que el ruso que arbitraba accedió a su demanda y anuló el gol. Se impuso la pretensión autoritaria del emir, e impidió que Francia aumentara la diferencia. Si el episodio no escaló perforando las barreras de la historia, se debió a que Francia goleó a Kuwait con abrumadora superioridad. Pero el episodio sucedió. Claro que podemos pensar que es un hecho con muchos años y protagonizado por un emir, es decir, por alguien acostumbrado a imponer su voluntad, aunque tenga características de capricho adolescente.

Qué difícil es reconocer límites para quien está acostumbrado a imponer su voluntad, y qué cerca está de ejercer el autoritarismo. Una de las primeras obsesiones que desarrolla un autoritario es eliminar al que piensa distinto, borrarlo como partenaire, como un otro con quien se puede establecer un canal de diálogo, porque obligaría a escuchar razones y reconocer divergencia. El autoritario ve desafiada su primacía; la posibilidad de que alguien crezca con voz propia y desplace su protagonismo. La consecuencia es que desconfía de quien no se somete; su mundo se construye sobre la base de quien es incondicional: los propios; o de enemigos reales –o ficticios- y actuales –o potenciales-: los otros. Alguna vez una mujer contó que su marido era un enfermo de celos y que el control lo llevó a contratar quien la siguiera; y cuando lo confrontó, al darse cuenta de la situación, parecía desilusionado de que no le hubiera sido infiel. Ese es el resultado de la locura de la posesión del otro. Como si la sospecha no confirmada fuera un desencanto. Desencanto consigo mismo por el desengaño con su fantasía. No quería que su mujer le fuera infiel, pero lo desacomodó que la realidad se desacoplara de su fantasía. El autoritario construye al otro como una posesión, no necesariamente como la posesión de una cosa (también puede ser), sino como la incondicionalidad absoluta de su tiempo, de sus ideas, de su disposición, de su voluntad. El otro es más la proyección del deseo dominante que la autonomía del dominado. A lo sumo se tolera disidencia en los detalles, que no es otra cosa que aprobación a la idea del jefe (como ejemplo de esto los remito a escuchar el diálogo completo en el que Cristina Fernández trata de pelotudo a Oscar Parrilli).

Hay un pasaje de Orlando Furioso de Ariosto (1474-1533), que viene al caso, aunque se refiere expresamente al proceso de celos de un marido sobre su esposa; hay rasgos que son comunes con la voluntad posesiva de las personas en general. Lo narra en el canto cuadragésimo tercero. Sorprendido por la noche, Rinaldo, personaje de la obra, se detiene en un castillo para pernoctar. El señor del castillo lo somete a una prueba con una copa embrujada; si al beber se le cae líquido en el pecho, esa es la prueba de la infidelidad de su esposa; de lo contrario, lo es de fidelidad. En el momento en el que Rinaldo lleva la copa a su boca desiste de someterse a la prueba con el argumento de que si ha sido feliz así no necesita más. El amor es no poseer certezas. El anfitrión entonces desconsoladamente le cuenta que, enfermo por los celos, sometió a su mujer a pruebas para conocer su fidelidad. Y la respuesta siempre virtuosa de la mujer, se vio turbada cuando el mismo hombre, bajo el encantamiento de un bello mozo, la seduce con joyas que terminarán haciéndole claudicar en su integridad. “A qué crimen no fuerzas al corazón del hombre, maldita sed del oro”, dirá Virgilio en La Eneida cuando habla de otra traición. Bien podemos leerlo como que la incondicionalidad también tiene un precio; a veces encuentra el límite en el hartazgo, por la propia dignidad.

El estadista, el que tiene poder de gobierno, lo emplea como servicio, como ordenador de un bien que no le es propio, que es resultado de un colectivo al que se debe. El afán de posesión, de control, termina esclavizando por la construcción de los propios fantasmas. Cuando el fuego se apaga, el halo se enturbia, el poder se escurre, comienza la batalla motivada por la retención de lo que hace ya rato no le pertenece. Y los recursos a los que se apela son de cualquier tipo porque solo lo mueve permanecer: las mentiras, la postergación de lo bueno en beneficio de lo útil, la descalificación. Todo se convierte en lícito si sirve para permanecer. Y el disenso adquiere categoría de traición. La desconfianza precede al despertar de cada mañana. En una fábula, Lafontaine (1621-1695) cuenta que un zapatero remendón trabajaba alegrando su tarea con el canto. Un rico que vivía al lado, en su palacio, molesto por el canto del zapatero, por su alegría, le regala una bolsa de monedas para que dejara de trabajar y de cantar. El nuevo rico, alegre por la suerte que le cambió su destino, deja de trabajar y consecuentemente, de cantar. Pasado algún tiempo pierde el sueño por los ruidos que escuchaba de noche sospechando que venían a robarle sus monedas, o que eran ratones devorando sus tesoros; luego pierde el hambre, para no distraerse en comer, y así va perdiendo la alegría de vivir. La desconfianza que genera su poder, en lugar de hacerlo libre, lo hace esclavo. Finalmente, devuelve las monedas y vuelve a la tarea que acompañaba con su canto.

En cierta ocasión, siendo presidente, Cristina Fernández dijo en una de las cadenas interminables a las que sometía al indiferente pueblo argentino, que solo confiaba en sus hijos. Es una confesión de parte. Resulta poco auspicioso para quien gobernaba –y aún lo hace- un país. Cómo nombrar ministros, secretarios, los edecanes, hasta quien prepara la comida diariamente si no se confía en nadie. Tal vez haya sido una frase, muy poco feliz, ciertamente, pero deja de ser solamente una frase cuando los comportamientos a lo largo de su vida pública no han hecho otra cosa que hablarnos de la desconfianza que le produce todo lo que no entra en su cono de control. El embate contra la Justicia se inscribe en el plano de lo que no gobierna. No solo no gobierna a los jueces que están a punto de dar a conocer la sentencia por la causa Vialidad; no gobierna porque así es la república, la división de poderes. Gobierna el Senado, gobierna parte de Diputados, gobierna el Ejecutivo...no gobierna el Poder Judicial; ese es un escollo que el autoritario no soporta. En los países administrados por autocracias como Venezuela, Nicaragua y Cuba, los jueces no son otra cosa que extensiones de la voluntad del soberano, que no es el pueblo sino las caprichosas y arbitrarias decisiones del que detenta el poder.  El Poder Judicial se le plantó en la Corte y en los tribunales en los que se instruyen o revisan sus causas. Y eso es insoportable doblemente: porque no lo controla y porque la desafía. En su relación autorreferencial lo que no se somete produce incertidumbre. Por eso cuestionó, nuevamente, la estabilidad y modo de selección de los jueces que, además, son elegidos por el pueblo en las proporciones exigidas por la Cámara de Senadores, según ordena la Constitución. Son elegidos por el pueblo, no por voto directo, pero lo son.

Otro rasgo, pero ya más ligado a la irresponsabilidad de quien debe dar cuenta, es desentenderse de los desaciertos que le caben por los resultados. La expresión más descriptiva es el “yo no fui”.  Permanentemente, también lo hizo el jueves, describió las maravillas de sus gobiernos (éste también lo es), despegándose del actual porque las cosas no salen. Es bueno recordar que en 2003 (mayo) había superávit comercial (3%), fiscal (2%), tarifas actualizadas, inflación en el orden del 5% anual. Luego, en 2007 se intervino el INDEC; luego se estatizaron las AFJP para financiar el déficit; luego se instrumentaron las retenciones al campo; luego se impuso el cepo; luego se vaciaron las reservas; luego se vendió dólar futuro (así entregó el gobierno en 2015). Cuánto era la inflación, no se sabe porque no había mediciones confiables. Cuántos vivían en pobreza, lo mismo. Pero la fantasía del autoritario es desconocer la realidad que no se gobierna y construir una de acuerdo a los deseos del líder. El líder le habla a su masa (usado el término como indiferenciación de voluntades) que acogerán acríticamente todo lo que de esa boca salga, como el oráculo de Delfos. ¿Hay algo más absurdo que Kiciloff aplaudiendo a Cristina Fernández cuando habló del desastre de la seguridad en la Provincia de Buenos Aires que él gobierna? Argumento sobrado para sostener que a nadie le importa qué diga, lo que importa es que emita sonidos parecidos a palabras que, con carga emocional, narcoticen al vulgo, a la masa enardecida.

Ella, que no cree en nadie, luego de defenestrar a la justicia, a la oposición, al campo, convoca a una mesa política para establecer un canal de diálogo. Ay, ay, ay.... cada vez grita más fuerte y cada vez asusta menos.

Así estamos. Pero no importa: hoy empieza el mundial y que se sigan matando en Rosario, que continúe el ingreso de empleados públicos, que sigan cerrando empresas, que continúe la emigración de gente formada, que sigan votando impuestos, que vuele la inflación. ¿Acaso, algo así no fue lo que dijo la ministra de trabajo? Lo bueno es que ya falta menos.

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

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