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Opinión

Demasiado intensa la mentira

Columna destacada

Cuando John Steinbeck obtuvo el Premio Nobel de Literatura, la justificación hecha por la Academia Sueca que lo otorga, fue la captación del alma de una época, la descripción sensible de los rasgos propios de cada personaje que nos transmiten un relato vivo del clima social del momento. Quien lee “Las Uvas de la ira” (1939) es trasladado a una experiencia conmovedora por un relato intenso en la construcción de un drama humano que no deja indiferente al lector. La sensibilidad con la que se trabaja cada personaje de la familia que estructura la historia, como el marco social de la época de la depresión económica americana, imponen un clima que la novela enhebra con verdadera maestría. Lentamente nos va llevando por el camino de la decadencia de todo un grupo social al transitar la degradación de la familia Joad. A la vez es un canto de esperanza, o una lucha por la sobrevivencia o la rebeldía frente a la postergación de una clase, de una familia, la resistencia a la humillación del ser humano. La última escena de la historia es una síntesis del desafío por la dignidad humana y de insubordinación a la muerte o, en positivo, de persistencia en la vida.

La conversión en clásica de una obra se debe, entre otros factores, a tocar un aspecto sensible, de cualquier tipo, que describe algo de la condición humana. Si un texto sigue siendo leído después de tantos años de haber sido escrito y publicado, es porque hay elementos de lo constante, de común como rasgo, de general, que describe alguna característica del ser humano. Por lo que ese componente perdurable de lo humano que señala la historia narrada sigue vigente para el lector de otras épocas. Un intelectual catalán, Eugenio D´Ors, de la primera mitad del siglo pasado, definía lo clásico como lo que es original en su momento, aunque haya quedado atrás en el tiempo. Y todo texto, en tanto permanece vigente, es original en su propuesta, aunque no lo sea en su temática.  La historia que nos cuenta la novela de Steinbeck es la historia de una decadencia, pero es también la historia posible de la decadencia del ser humano, de un grupo humano, de una sociedad, de un país.

La Argentina viene decayendo persistentemente desde hace muchos años; no es fácil marcar un punto, un momento identificable para decir fue éste el momento del inicio. Es un proceso que comenzó alguna vez y no fuimos capaces de torcer el rumbo. De la misma manera que no sabemos cuándo comenzó El Renacimiento, aunque los signos de ese comienzo lo encontramos sembrados en varios lugares y momentos del siglo XIV en adelante. Volviendo a nuestro país, lo que podemos decir es que la decadencia sobrevive a los gobiernos de diferentes signos desde el 83 en adelante, al retornar la democracia como sistema. Lo que no quiere decir que comenzó ese año, sino que desde que gobiernan los elegidos con el voto popular, no logramos modificar el estigma que nos duele. El testimonio más claro viene por la vía del contraste. La primera vez que viajé a España fue en el 79, era muy joven por entonces y con bastante menos desarrollo de la capacidad de análisis de la realidad. En esa época, recuerdo que, conversando con un hombre en un garage, en Madrid, me decía que estaban muy mal, que España había decaído mucho en los últimos años (Franco había muerto cuatro años antes) y exclamó, admirativamente, que yo no podía comprenderlo porque además de ser muy joven, Argentina era otra cosa, tenía otro nivel. Trece años más tarde, esta vez en París, una francesa con quien compartía el estudio, quería que conociera a su novio peruano (la condición de latinoamericanos de ambos hacía que nos viera como primos, supongo), esta vez fue el peruano el que decía que Argentina era otra cosa. España había comenzado el desarrollo sostenido que le permitió progresar hasta nuestros días. Tengo el hábito de leer con alguna frecuencia no regular, diarios de afuera, diarios de otros países, y busco información sobre Argentina, como buscando una mirada del otro, correrme del juego endogámico que puede enturbiar, emborrachar, de pesadumbre neurótica, de mirarse a sí mismo y no poder salir de allí. La mayoría son ecos de nuestros desacuerdos, de nuestros incomprensibles desencuentros.

Siempre se dice que lo urgente desplaza la atención a lo importante. Entiendo que lo urgente es la demanda de respuestas a las necesidades económicas, de seguridad, etc., cuyas imposiciones no toleran dilación. Pero suscribo a la tesis que dice que no son los problemas originales de la crisis persistente. Entiendo que hay que buscarlos en otra parte. Seguramente estos fracasos sean multicausales. Con pocas excepciones, los gobiernos que hemos tenido desde el 83 en adelante están sospechados, o demandados, o enjuiciados, o condenados por corrupción. Lo estuvo Menem, de la Rua, Kirchner y Cristina Fernández, por causas graves; los otros no se excluyen, pero no han tenido niveles de corrupción como los mencionados. Claro que corrupción se liga inmediatamente a los delitos en la administración de los recursos del Estado. Pero también hay corrupción con el uso de la mentira de manera descarada; este gobierno es maestro en el uso de la mentira; qué otra cosa es decir por la mañana algo que se niega por la tarde, o hacer abuso de posiciones de poder. Hay una ruptura de los acuerdos básicos. Si la conveniencia de circunstancia favorece al que posee el poder, se procura cambiar las reglas del juego. Lo de esta semana es la suspensión de las PASO. Lo serio, si se las quiere suspender –yo estaría de acuerdo-, sería esperar al turno siguiente y antes de calcular conveniencias. Se cambian porque se entiende que es lo mejor, sin priorizaciones de una de las partes interesadas. Cuando se rompen los acuerdos básicos, se romperán siempre si se tienen la ventaja y los números para hacerlo.

La confianza es básica para construir consensos y crear condiciones de convivencia con previsibilidad. No puede haber consensos cuando no creemos que se juegan con todas las cartas, o cuando no se prioriza el bien del país por sobre los intereses de sectores, ya sean políticos, gremiales, o cualquier otro actor de peso en la sociedad. Como tampoco habría construcción de confianza en la administración de un club de barrio. No es distinto en su naturaleza, lo es en el volumen de la cosa; no es lo mismo un país que un club de barrio. Qué otra cosa es la inflación al 7% mensual sino una traición al que vive en pesos. La mentira es el estandarte de los gobiernos kirchneristas. En 2007, la consigna era que Cristina Fernández venía con voluntad de mayor institucionalidad y llevarnos a ser como Alemania; en 2011 fue la inercia de la muerte del marido y la postergación de obligaciones. Una vez que ganó con el 54% de los votos impuso el cepo. En 2019 la consigna fue: Cristina está distinta, está más dialoguista, está mejor, aprendió al retornar al llano. Todo es mentira. Vino peor, más vengativa y destructiva. Puso un personero indeseable y lo hostiga sin descanso; lo convirtió en un pelele, y el otro se dejó seducir.

La llamada grieta es resultado de la radicalización. La ideologización produce certezas que se alejan de lo bueno, de lo mejor, de lo conveniente y lleva al juego de las parcialidades, de las ventajas de la parte, de intereses turbios como blanquear dinero obtenido por fraude al Estado. Todo lo justifica. Como son mentirosos y desprejuiciados buscan maneras novedosas -ya les quedan pocas- de torcer el rumbo cuando el que se transita no los favorece. Ahora comienza el planteo del diálogo; un posible encuentro entre Cristina Fernández y Mauricio Macri. Honestamente, después de dieciséis años de gobierno, a los kirchneristas no les creo nada. No han hecho escuela de personas confiables; es gente mala que buscará sacar ventaja de parte, nunca del todo, nunca por el bien del país. Hace pocos días se decía que la oposición era la mano invisible que con odio había generado el atentado en Recoleta. Que la prensa había arrojado tres toneladas de editoriales generando violencia. Todo es discurso de conveniencia.  ¿Y ahora convocan al diálogo?

Cuando la Justicia falla en disfavor de sus intereses, y cuando la causa es grave y toca los intereses de la reina madre, el ataque contra la Justicia es a matar; se va contra los tribunales intermedios y la SCJ. Todo es válido.

Como conclusión: parece claro que la economía, la seguridad, las instituciones en general no podrán funcionar si no hay seriedad en los que administran lo público. Y las responsabilidades de la decadencia no es pareja; claro que un empresario que paga coimas es un delincuente; pero cuando el sistema lo permite, los entes controladores no los denuncian, lo justifican o lo toleran, eso sucede frecuentemente. Después de que casi la totalidad de lo que va del siglo el país ha sido administrado por la misma gente, y estamos donde estamos, resulta claro que la responsabilidad en esa decadencia no es la misma para todos.

Que las personas sean corruptas como las de este gobierno es lamentable, pero son personas, seres humanos mediocres, ventajistas y vulgares; lo grave es que las instituciones no sean el filtro que controle y estructure las condiciones para que el país funcione. Las personas son las mismas en cualquier parte del mundo, las instituciones no; por eso las diferencias en los resultados.

Como en el final de la novela de Steinbeck, hay una esperanza, un reclamo por la dignidad, un resorte que administra inconscientemente la gente honesta que, con todos los contratiempos que se encuentran en la vida, luchan por construir un país mejor. Y no es solo un deseo, es la expresión manifestada en la voluntad de cambio y en la necesidad de elegir a personas que además de capacitadas, posean la seriedad que reclama el rol y la urgencia de la hora. Es lo que revelan las encuestas. Por lo demás, alienta ver el nivel de imagen negativa que tienen los que gobiernan hoy. Es un signo claro de que la mayoría de la sociedad es gente sana.

 

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

 

 

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