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Opinión

Ulises, Tales y Cristina

Columna destacada 

Para los griegos antiguos el modelo a seguir no era Aquiles, el gran triunfador de Troya, sino Odiseo. Es el que mejor describe el espíritu del pueblo y quien más robustamente materializa el rasgo dominante de los helenos. Ulises es la personificación de la curiosidad. Es quien cruza los mares (aunque solo haya sido el Egeo) buscando su patria para el regreso, y desafía las desventuras que le propone el trayecto. (Dante lo hace morir en el Atlántico sur –a la vista de la montaña del purgatorio- siguiendo su vocación de explorador). El rasgo dominante de los griegos ha sido la curiosidad. De qué otro modo podemos explicarnos que un pueblo que no superó el medio millón de habitantes en los cuatro o cinco siglos de su esplendor haya dado a Homero, Hesíodo y Safo, en la poesía; Tales, Hipócrates y Pitágoras en las ciencias; Heródoto, Tucídides y Jenofonte, en la historia; Esquilo, Sófocles y Eurípides, en la dramaturgia; Sócrates, Platón y Aristóteles en la filosofía; y hay más. Qué sino diferente, qué bendición sublime recibió este pueblo único en la historia de la humanidad. No lo sabemos; sí sabemos que fue un pueblo que se lanzó a descubrir su entorno, su mundo, sus mares. Efectivamente el griego necesitaba del mar, no le resultaba cómodo vivir lejos del mar. Cuenta Jenofonte en “Anábasis o La expedición de los diez mil”, que volviendo después del fracaso en la batalla de Cunaxa, en la que Ciro murió a manos de su hermano Artajerjes II, la tropa, asomada a una colina comienza a gritar; Jenofonte que era el estratega del grupo preguntó qué pasaba mientras escuchaba: “thálassa, thálassa” (el mar, el mar). Hacía muchos meses que no veían el mar, y la emoción -después de tantas peleas con enemigos en el camino de retorno- los dominó porque se sintieron en lugar seguro. Era el mar Negro lo que estaban viendo, lejos aún de casa, pero ya en su medio. Hubo otros momentos en los que coincidieron genios. Virgilio, Horacio –eran amigos, además. Fue Virgilio quien le presentó a Mecenas, que fue su benefactor por mucho tiempo- y Ovidio. Alighieri, Petrarca y Boccaccio en el siglo XIV; Dostoievski y Tolstoi (que nunca se conocieron personalmente). Pero la cantidad y calidad de los griegos, nunca más.

Ciertamente no he podido entender, tengo algunas intuiciones, la razón por la que este pueblo inquieto y sofisticado no incorporó el concepto de trascendencia que tenían tan desarrollado los fenicios, que eran semitas. Los fenicios surcaban los mares y entraban en contacto con los pueblos circundantes a punto tal que el alfabeto griego tiene por base el fenicio; le incorporan las vocales en la escritura, lo que simplificó muchísimo la literatura. El pueblo semita ya reconocía a Dios como el Ser que estaba más allá, que no pertenecía a esta dimensión. En La Ilíada, como en la Odisea o La Teogonía, los dioses interactúan con los hombres midiendo fuerzas, desafiándose, desconfiándose y celándose. Zeus era un libidinoso que engañaba a los humanos cuando se deslumbraba con una mujer. Creo que una razón a considerar es lo profundo que cala en la sicología humana lo religioso. Y esa respuesta los griegos se la daban con su panteón.

Una ruptura con el mundo mítico, en la tradición griega, podemos sintetizarlo en la figura de Tales. Tales pronosticó un eclipse que se produjo mientras los Lidios y los Medos estaban en batalla; tal fue el impacto que les produjo y el miedo que les suscitó, que detuvieron ahí mismo la contienda. La conclusión obtenida, aunque lentamente, fue: la naturaleza tiene leyes, y esas leyes son invariables y por lo tanto predecibles. Nace la ciencia. Algo tan sencillo, y a la vez tan elevado, inicia la ruptura con el mundo mítico y las explicaciones comienzan a tener otra fundamentación. Pero la idea de trascendencia no caló en la cultura helénica. Platón, en el Timeo, se hará una pregunta ya resuelta por el mundo semítico: ¿por qué existe algo en lugar de no existir nada?, ¿de dónde provienen las cosas? La genialidad de Platón, sin querer, va arrimándose a la pregunta fundamental acerca de la divinidad que los semitas encontraban el en Dios de Israel, el Dios de la trascendencia. Por algo Platón penetró tan hondamente en la estructura del pensamiento cristiano de los primeros tiempos. San Justino (siglo II) es el primero que une a los griegos con el incipiente mensaje cristiano. Edifica y esclarece leer su “Diálogo con Trifón”.  Luego de los Padres Apostólicos, que hacían apologética, es el primero en hacer teología.

En ese pueblo, en esas costumbres y tradiciones nacientes, está el origen de la democracia moderna. La curiosidad por conocer mundos nuevos es también la curiosidad por conocer al otro; ese fue el principio originante de la democracia: la participación de los ciudadanos en las cuestiones de interés común. La búsqueda de novedades es también la convicción de no saberlo todo, o de esperar algo nuevo que aún no se posee. No podría explicarse de otro modo los diálogos platónicos, como estructura, como método, si no es por la curiosidad que movía al pueblo griego. En la democracia está incluido el principio de respeto: el otro tiene algo para decir y es necesario escucharlo. Esa práctica la realizaban en el Ágora. Allí, delante del pueblo, se discutía, se convencía, se resolvía la vida común. Tal era el respeto por la libertad de los ciudadanos que los hacía responsables de su palabra, de sus acciones, de su libertad. Y ese fue el origen de la creatividad individual.

Ciertamente la humanidad progresó muchísimo desde entonces hasta hoy, en la ciencia claramente, y en el respeto a los derechos humanos de todos los hombres, no solo de los ciudadanos atenienses.

Hoy la democracia es muy diferente; por lo pronto tiene representantes, no es directa. No obstante, hay un principio que es definitorio y estructural: la democracia es el respeto a la decisión del pueblo, que es el soberano.  Cuando llegan las campañas, los candidatos hacen una especie de casting; se presentan como los indicados para el momento en que se vive; presentan lo mejor de ellos. Ya sabemos que muchas veces mienten; que no piensan actuar como dicen, pero saben que es necesario decir eso para ser elegidos para la función que se proponen. En esta democracia representativa se espera que el candidato, luego el funcionario, se plantee su rol como servidor; de hecho, somos los electores lo que le delegamos la función, no son dueños del puesto. Cuando se seduce por la vía del engaño ciertamente se ha perdido la curiosidad, que es lo mismo que decir que no les interesa saber qué piensan los otros; lo importante entonces ya no es la propuesta y la expectativa de la respuesta; lo importante no es saber qué piensa el otro, si está de acuerdo con mi propuesta; lo importante es convencer que mi mentira es una verdad. Concretamente lo que ha hecho la democracia moderna es institucionalizar la expresión de la libertad del ciudadano.

La señora Cristina Elizabet Fernández no ha ocupado ningún cargo público si no es por la vía de la elección democrática. Es innegable que todos los roles que desempeñó en la función pública fueron por propuesta y elección. Chapeau!! Todos los puestos que ocupó se los ganó; tal vez eso le haya hecho creer que la historia ya sentenció su paso a la eternidad como el eslabón precioso hacia la posteridad. Y no es una presunción, es un dato de la cruda realidad, que se sienta la elegida por los dioses (los que interactuaban con los hombres, no el fenicio) cuando en flagrante revisionismo histórico-amoroso declara que algo con Belgrano hubiera tenido. Esa misma persona erosiona la figura del presidente que -capítulo aparte- debilitado hasta lo imposible, practica el deporte de la degradación personal e institucional. La señora Fernández debe creer vivir en la era anterior a Tales de Mileto en que los dioses interactuaban diariamente con los hombres, sin las leyes de la naturaleza. No sabría decir cómo, pero si la mayoría de los países resolvieron la inflación, es porque hay ciertas normas que deben seguirse para obtener los resultados deseados. En enero de 1996 estuve en Perú; recuerdo que el dólar costaba 3 soles. Hoy cuesta 3, 79 soles por dólar. Veintiséis años después. En esa época, aquí, el dólar costaba un peso. De los últimos veinte años gobernaron dieciséis. Convengamos que les cabe la mayor carga en la responsabilidad por el desastre que es el país. No hay índice que dé bien. Esta semana fueron las pruebas sobre la calidad de la educación; tristísimos resultados. Vemos las dificultades que tienen los transportistas para obtener gasoil, para su desenvolvimiento diario, que es el desenvolvimiento de la economía del país. Podrían puntualizarse muchísimos problemas concretos que no supieron resolver. Está clarísimo que estamos mucho peor que en 2003, que en 2007 y que en 2011. Han gobernado siempre los mismos. Los resultados están a la vista.

A pesar de los datos objetivos de nuestra realidad constatable, la señora Fernández sigue teniendo una parte importante del electorado a su favor. Tal vez se deba a que supo construir una “mística”, una suerte de religión cuyo corpus doctrinal sea la adhesión incondicional a su persona; una religión en la que la devoción no está reñida con la presencia limitada de ese dios entre nosotros, como lo fueron los dioses de la antigua Grecia, que luchaban a la par de los hombres, que engendraban vidas con humanos, que eran heridos en batallas.

O tal vez la señora Fernández sea la objetivación materializada de los deseos de muchos argentinos. Eso sería algo como: es lo que los argentinos, en su mayoría, quieren y se representan en ella. Es la persona que no comete errores, y cuando los comete los disimula. Como el gobierno actual es un fracaso estrepitoso, ella se distancia, no es lo que esperaba, reclama resultado, echa culpas, se diferencia, impone el uso de la lapicera; no vaya a ser que la confundan con el gobierno. Ella es el gobierno. Ella es la responsable de que el homónimo (palabra de moda) esté donde está. Porque también el eufemismo puede ser un revestimiento de la mentira.

La mayoría de los argentinos –a juzgar por su imagen positiva/negativa- no le creen, no la eligen, no la quieren. Es que cuando se deja de creer en el otro, cuando se deja de esperar algo del otro, lo que se ha perdido es la curiosidad que despierta ese otro; sencillamente se agotó su misterio.

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

 

 

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