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Opinión

Mientras Paris gozaba de la vida, la guerra continuaba

Columna destacada

 

Todos sabemos que la guerra entre griegos y troyanos se desencadena por el rapto que Paris hace de Helena al llevársela a vivir con él a la ciudadela que da nombre a la tragedia: Ilión, o Troya, como más la conocemos. Es la guerra más célebre producida a causa de una mujer cuya decisión, dicho sea de paso, fue un rapto consentido, porque Helena fue muy feliz a vivir con Paris, alteró la paz y el equilibrio entre esos reyes. Finalmente, fue el cumplimiento del compromiso que había asumido Afrodita al ser elegida como la más bella, escogida en detrimento de Hera y Atenea. Afrodita le había prometido al elector –Paris- el amor de la mujer más bella del mundo; esa era Helena. Siempre pensé el roce con las mujeres y madres de los soldados de Troya que peleaban una guerra por sostener a Helena en la ciudadela. Pero las fidelidades a los propios eran muy fuertes. De hecho, hubo un reproche de varias mujeres a Helena, pero Príamo, rey de Ilión y padre de Paris, la abrazo y le hizo sentir que era una de las propias. Príamo, el rey prudente, es la figura más evangélica de La Ilíada y de la antigüedad clásica, me atrevo a decir. No sólo por la respuesta de padre que da a Helena, sino, y sobre todo, por su comportamiento frente a Aquiles, que acababa de matar a su hijo. Es la figura de la ternura y la misericordia más atractiva fuera del Evangelio. Pero Héctor tuvo algunas palabras para Paris.

Los dos personajes más importantes de La Ilíada son Aquiles y Héctor. El primero del lado de los griegos, y el segundo es el heredero del trono y hermano mayor de Paris. En un pasaje de la tragedia se nos narra que Héctor volvió a descansar de la batalla a la ciudadela y encuentra a Paris en su habitación solazándose con Helena. Reproche Héctor a su hermano por su ausencia de la batalla para yacer con su mujer. Recapacita Paris y vuelve a la lucha. Finalmente, será Paris quien dé muerte a Aquiles. La Odisea, también de Homero, nos cuenta que Aquiles está en el Hades, aunque no nos dice quién fue el que disparó la flecha; las tradiciones paralelas atribuyen a Paris el arco que disparó el venablo que dio muerte a Aquiles.

Cuando se lee el pasaje en el que Héctor reclama por su conducta al hermano, lo que espontáneamente se siente es la potencia de la injusticia; mientras los troyanos y sus aliados luchan por defender la ciudadela y el honor, el causante de la desgracia no responde con hidalguía a las urgencias de la guerra. Hay un reclamo por la indiferencia, por la indolencia de Paris frente al dolor y la muerte que se precipita en el entorno. Aunque Paris recapacita y cambia de actitud, la incongruencia entre su responsabilidad y sus respuestas saltan a la vista.

La injusticia para el hombre común que cumple con sus deberes de manera normal, aunque todos seamos débiles y propensos a los mismos errores que criticamos en otros, se convierte en un desafío por el que reclamamos compensación, reparación.  En las novelas de John Steimbeck –premio Nobel 1962- lo que pinta de manera conmovedora es el trato postergado de las clases expuestas; y en “Uvas de Ira” (situada cronológicamente en la gran depresión), el contraste es con quienes, haciendo uso de su posición de fuerza social, excluyen a los débiles de los derechos que les corresponden. En esta novela dramática, las consecuencias de las exigencias de los poderosos van minando la dignidad de los postergados y produciendo efectos que se manifiestan a lo largo del tiempo.

La literatura, ya sea épica, como en el caso de “La Ilíada”, o en la novela de ficción, como la de Steinbeck, es testimonio fidedigno de condiciones humanas, de procesos históricos, de coyunturas sociales, de problemas del hombre. Siempre nos dicen algo de nosotros, de los hombres. Y hay historias que combinan todas esas características en la misma obra (aunque distintas historias); qué otra pretensión tiene Balzac al escribir “La comedia humana”, en oposición a la “Divina Comedia” de Alighieri. El buen escritor pretende dar cuenta de algo del hombre.

Aunque la literatura no es la vida, cuánto nos enseña acerca de ella. El teatro griego, que pretendía explicar al hombre y sus avatares. Truman Capote y su “Desayuno en Tiffany´s”, novela descriptiva de una joven ansiosa de progreso social; o “Manhattan Transfer” de John Dos Passos, que nos cuenta historias y costumbres de neoyorkinos comunes. Por citar algunos ejemplos.

¿Cómo se contará nuestro momento? Ciertamente se va narrando, en algunas novelas, contemporáneamente a la producción de los hechos, aunque todos sabemos que la perspectiva da amplitud y serenidad de juicio. Una obra se convierte en clásica porque sigue vigente a pesar del paso de los años. Sigue iluminando el presente, aunque narre una coyuntura.

Quiero volver al pasaje de “La Ilíada” cuya creación se remonta al comienzo del primer milenio antes de Cristo y continúa hablándonos. Sigue vigente su mensaje; sigue siendo un texto con vida. Es el poema épico completo más antiguo que tenemos y el clásico más vigente. Lo que referí es apenas un pasaje de un canto (capítulo) de la historia.

Para cualquier hombre en la Argentina contemporánea, mantener su condición de clase media, a la que pertenecíamos la mayoría hasta no hace tanto tiempo, se convierte en una odisea (nunca más adecuado al caso el uso del sustantivo).

Hace cuarenta años que vivimos en democracia sin restricciones; el período más largo desde el inicio de la Nación, pero no hemos podido resolver problemas que nos acompañan desde hace años. No hemos podido vivir con instituciones transparentes, a nivel nacional; cada provincia tiene su propio infierno. No han surgido políticos a la altura de los desafíos que prioricen el bien general; esta semana hemos asistido al triste episodio del gasoducto proyectado; no hay apuro porque al no poder ser inaugurado en el próximo invierno quedará como crédito al siguiente, que saben que no será del mismo signo. Todos sabemos que los servicios valen mucho más de lo que pagamos (al asumir Néstor Kirchner se pagaban lo que valían, eso se perdió) pero saben que actualizar tarifas es poco popular, en consecuencia, no se aumentan; total: lo que falta se paga con inflación. Escuchamos que los legisladores tienen cuarenta asesores, cada uno rentado por los impuestos que paga el pueblo, en muchos casos con enorme esfuerzo. La Anses pasa a planta permanente miles de personas que serán un gasto nuevo. Los veintiún ministerios, algunos que desconocemos el para qué de su existencia, no hicieron más eficiente el ejercicio de gobierno, pero son nuevos empleados del estado, inamovibles. Solo el Senado de la Nación tiene más de cinco mil empleados (según Infobae). Para no pocos funcionarios el paso por el estado sirvió para el enriquecimiento propio. No olvidemos que José López fue descubierto por casualidad, por el vecino Jesús Ojeda que alertó sobre el movimiento extraño por la hora en el convento de Luján. Tampoco olvidemos los cuadernos de Oscar Centeno, que existen. Y tantos políticos que no se les conoce otra actividad que la de ser rentados por el estado; los hay en las cámaras, en el ejecutivo y en funciones de menor rango, pero muy rentables. Y cada uno recordará muchas más.  La señora Cristina Elizabet Fernández cobra en un mes lo que un jubilado corriente en cien.

Qué distancia con las necesidades de la gente. Qué indolencia inexplicable. Mientras la gente común guerrea en la actividad privada, con las inseguridades, los riesgos y desafíos que implica producir por cuenta propia, los “servidores del pueblo” se solazan con las seguridades propias de las cajas del estado y las prebendas de la función.

La democracia es bastante más que concurrir a votar cada tanto; es la administración de los intereses del pueblo por el mismo pueblo; es, en principio, la garantía de la transparencia y defensa de los intereses del pueblo del que surgen sus representantes. Es el pueblo administrándose a sí mismo. La traición a los deberes de funcionario es traición a la confianza conferida por el pueblo del que es parte.

Paris recapacitó ante la advertencia de su par, su hermano. No pierdo las esperanzas de que nuestra democracia, ya no tan joven, pero enferma, reciba el baño remozador de servidores leales a la función para la que se ofrecen a desempeñar a partir del próximo año. De esta gestión podrida y fracasada no espero absolutamente nada, solo que el tiempo pase.

 

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

 

 

 

 

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