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Opinión

Cuando poco depende uno; cuando mucho depende de otro

Columna destacada

Se dice en sicología que la mirada de los padres sostiene a una persona desde su infancia hasta la adultez. Ciertamente, a medida que se va creciendo se desarrolla sentido crítico y se procesan los mensajes que vienen desde el exterior, ya sea de los padres o de cualquier otra fuente. Pero los primeros pasos de la vida están marcados por esa mirada paterna que nos fortalece y nos da seguridad a partir del afecto que procede de ellos. La rebeldía de la adolescencia es principalmente rebeldía contra los padres. Es el proceso natural que transitamos los seres humanos en el recorrido por la afirmación de nuestra personalidad.  La seguridad del adulto –con todas las limitaciones que tenemos y los condicionamientos del medio- debe tener como fuente principal las convicciones, los criterios y la solidez personal y madurativa de cada uno.

Resulta claro que el adulto que requiere de la aprobación del otro tiene un problema al que atender. Y no se trata de la aprobación del cónyuge, de los amigos o de las personas con quien se tiene un vínculo afectivo muy especial. Es comprensible que uno pueda tener, y quiera hacerlo, dar explicaciones por el tipo particular de lazo que los vincula. Pero la necesidad de agradar puede encerrar un problema. Depende el rol y la responsabilidad de cada persona; no siempre se puede agradar, aunque siempre deberíamos tener las formas más adecuadas para el disenso.

Y sucede tantísimas veces que se quiere agradar a alguien en particular, o a varios, y se adecuan los mensajes en conformidad al que escucha; o, dicho de otro modo: se necesita la aprobación de otro, de ese en particular, para confirmarse en la decisión. No se prioriza lo mejor, sino la opinión de aquel a quien se quiere complacer. Los recursos para la afirmación pueden identificarse con la caricaturesca figura del perro que busca la caricia del amo.

Otro modo es el desafío al que ostenta ese poder de autoridad. El desafío a la autoridad es el recurso por el que se busca el reemplazo de esa figura. Desafío al poseedor de la autoridad porque es quien la tiene y es reconocido como tal; mientras la autoridad se referencie en ése, no tendrá espacio otro. Se impone el desafío a matar o morir, porque el rol es la pieza en disputa, y el desplazamiento del poseedor la condición.

En un cuento de J.L. Borges “Hombre de la esquina rosada”, en ‘Historia universal de la infamia’, relata la suerte de un pendenciero afamado por sus hazañas en el manejo del puñal: Rosendo Juárez. No sabemos mucho de él porque el cuento no abunda en detalles; pero sí sabemos que era un respetado hombre de valor. Conoceremos mucho más acerca del personaje en otro cuento, enlazado con éste: “Historia de Rosendo Juárez”, en ‘El informe de Brodie’; separan una narración de la otra unos quince años. Se impone leerlos en conjunto, porque lo que insinúa, aunque quedan claroscuros en el primero, resulta despejado en el segundo.  En el primero, Borges juega el juego que más le gusta; esa inestabilidad particular de insinuar, de mostrar pistas, pero a la vez desdibujarlas, desorientando al lector.  Lo que nos interesa, en esta ocasión, es el comportamiento de Francisco Real, el desafiante, y de Rosendo Juárez, el desafiado. El primero entra al baile con la firme decisión de la provocación a quien todos veían como la autoridad en el valor y el dueño de la hombría. La Lujanera, su mujer, o la mujer del más valiente, era el atributo reconocido como propio del indiscutido. Reales lo desafía abiertamente, a los gritos delante de todos los presentes y, para gran sorpresa de los que allí estaban, Rosendo arroja el cuchillo por una ventana y se va.  En el segundo cuento explica algunas impresiones que lo decidieron a tomar esa resolución.  Ante la provocación agraviante de Reales, Juárez le dice al personaje Borges en el cuento: “En ese botarate provocador mi vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido salgo a pelear. (Rehúsa el cuchillo para enfrentar a Reales y sale del salón) Qué podía importarme lo que pensaran”.

Algo hizo el click en la sicología que Borges nos propone del personaje. Ese matón a sueldo -según el segundo cuento- descubre la debilidad enfundada en fortaleza de Reales y se vio a sí mismo reflejado. El sentimiento fue vergüenza. En ese mundo pequeño que construye el cuento, mundo de valores ligados a la hombría de baja densidad como la prepotencia, el manejo del puñal corto (en Borges que sea corto es importante porque expresa el arrojo del que lo usa; al ser corto expone a la proximidad física en el duelo); ese mundo en el que la más bonita –la Lujanera “...había que verla con esos ojos.  Verla, no daba sueño”- era la prenda que ornamentaba la hombría en ese círculo. Esa mujer estaba con el más valiente. A todo eso renunció; a esos “valores” que construyen autoridad en ese micro mundo cultural. Y la causa fue verse reflejado en el otro. Fue darse cuenta de que la hombría del otro dependía de lo que pensaran del desafiante. La hombría no provenía de su valentía (la de Reales) sino que era la devolución que daría el grupo. No importaba que fuera valiente, importaba que lo creyeran tal. La autoridad no era propia, no era su construcción, era una delegación que recibía por mostrarse desafiante. Y cuanto mayor la importancia del desafiado, mayor la autoridad recibida.

Desde hace mucho se ha escuchado que un logro importante del kirchnerismo, sobre todo mérito del difunto Kirchner, había sido la reconstrucción de la autoridad presidencial que se había perdido luego de fallido gobierno de de la Rúa. Bueno, también eso se perdió. Lo que la vicepresidente hizo, y continúa haciendo, esmerilando la autoridad presidencial, no guarda precedente. Pero la conducta inexplicable es la del presidente. Un hombre cuya autoridad, ciertamente delegada y sin intento propio de merecerla, se deja humillar en público como lo ha hecho recibiendo una lapicera por parte de su compañera de fórmula, no tiene justificación. Un hombre que ha destruido la autoridad presidencial, que sonría complacientemente cuando es maltratado en público, sencillamente no merece estar ahí. Nadie respeta al que no se respeta. Un hombre que necesita conformar a otro/a para permanecer en el puesto, que tiene que recibir de afuera –como reconocimiento- la autoridad porque no posee ni tiene la convicción de ganársela, no merece estar ahí.

Pero el débil siente fruición cuando se percibe con poder. Así se notó cuando descalificó a Cristina Pérez en la entrevista hecha hace algún tiempo, tratándola de ignorante sobre un expediente concreto –la expropiación de Vicentín-, del que hablaban.  O el destrato que le dio al fiscal Luciani al atribuirle incapacidad para la comprensión de textos en su declaración por la obra pública. Esa misma persona apostilla, sonriendo, ante la indisimulada cara de hartazgo de la vicepresidente al citar al rockero preferido. La urgencia por agradar a su mentora lo ubica en un papel degradado y lastimoso. La desmesura es tal que no pretende convencer a un país de la conveniencia de sus decisiones; necesita convencer idolátricamente a una sola persona; su autoridad no es suya sin el reconocimiento que viene de afuera. En procura de esa pasión por ser aceptado, continuar siendo bendecido, degrada su palabra como si no quedaran testimonios grabados de sus declaraciones anteriores. Nada importa con tal de ser reconocido por ella, de ser aprobado por ella.

Pero el mundo está lleno de pusilánimes, de mentirosos, y de cosas peores. Lo que no está lleno el mundo es de presidentes con esas características. La convicción en sus propias decisiones es tan baja que sostiene ideas contradictorias o recíprocamente excluyentes según a quién pretenda convencer. Y él es el presidente de los argentinos y en su nombre habla. No habla a título personal.

Rosendo Juárez se vio en espejo en Francisco Reales; no sabemos, no es claro, si Juárez mata finalmente a Reales; es la inestabilidad del texto de Borges, como digo arriba. Lo que queda claro es que su autoridad no la hizo depender de nadie; ni del amor de la Lujanera, ni de la estima del público presente, ni de la respuesta al desafío. La convicción vino de adentro. Le dio vergüenza al verse reflejado; el texto no lo dice, pero se convirtió en un ser libre que solo dependió de sí mismo.

Lo que nos queda claro es que un presidente no puede carecer de autoridad propia, no puede depender, como un niño, de la mirada de terceros, no puede ser un pusilánime.

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

 

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