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Economía

El Gobierno se pregunta de dónde sacar más plata para sostener los planes sociales

El último aporte al circo de las retenciones salió de boca del ministro de Agricultura: “Hablé con el Presidente y no se tocan”, aseguró Julián Domínguez. Fue el jueves pasado, después de que por la mañana la vocera presidencial, Gabriela Cerruti, dijera casi lo contrario a propósito del mismo tema: “Es una de las posibilidades que tenemos que pensar”.

La pregunta de cajón, en medio de una confusión ya interminable, sería: ¿en qué quedamos, subirán o no subirán las retenciones? La respuesta, previsible, sería una no respuesta acompañada de un silencio necesariamente dudoso.

Otros interrogantes, también abiertos: “¿El Gobierno cree que un aumento del impuesto a las exportaciones puede amortiguar, de verdad, el impacto de la trepada de los precios internacionales sobre los precios internos de los alimentos? ¿O busca, en el fondo, reforzar los ingresos fiscales y tapar agujeros ya apremiantes? ¿O apunta a ambos objetivos a la vez? O… Lo que hoy tiene a mano, por la Ley de Emergencia de 2021, es la posibilidad de subir los derechos de exportación al trigo y al maíz del 12 al 15%, lo cual le rendiría no mucho más que modestos US$ 291 millones, según estudios de especialistas. La vía de incrementar el gravamen a la soja al 33%, que también figura en la ley, ya fue utilizada y está contabilizada.

Viene cantado entonces que el Gobierno necesita más plata y que, por eso, le pide a la oposición que revea su postura en contra de un nuevo aumento de las retenciones “y se siente a discutir el tema”. Una manera de pasarle la pelota.

El argumento oficial no es, naturalmente, del tipo fiscalista sino uno asociado a la espiral inflacionaria al que se le llama “desacoplar” los precios internos de los internacionales. Y la idea, detrás del decorado, consiste en no cargar solo con los costos políticos de la movida, incluidos los tractorazos.

Siempre presente en el discurso kirchnerista, animan la función los disparos sobre la renta agraria, alimentada esta vez por precios internacionales sin precedentes, o sobre la renta inesperada, que el ministro Martín Guzmán agitó con cierto apoyo del Fondo Monetario. Ni una palabra, desde luego, acerca de las rentas propias.

Así, de tumbo en tumbo, se llega a un punto que explica gran parte de la operación y del apuro que la motoriza. Advierte que transcurridos apenas cuatro meses desde que arrancó el actual ejercicio fiscal, los fondos destinados a planes sociales tan populosos como sensibles ya lucen seriamente erosionados. Se diría, peligrosamente erosionados tratándose de lo que se trata.

Según datos de la Oficina Nacional de Presupuesto del Congreso, entre las partidas desajustadas sobresale la del programa de becas Progresar, donde se usó 84,3% del cupo anual. En el Potenciar Trabajo la cuenta da un 50,9% y un 49,9%, en el gasto que financia asignaciones familiares como las vigentes por hijo y por embarazo.

Estamos hablando de un paquete de gastos que hasta fines de abril sumaba nada menos que $ 429.000 millones, tantos como los $ 420.000 que bancaron los subsidios al consumo de gas y electricidad y bastante más, incluso, que los $ 374.000 millones que se fueron en salarios del Estado nacional.

Un cálculo lineal, hecho sobre la base de lo que ya existe, dice que tapar el agujero exigiría de aquí a fin de año unos 858.000 millones de pesos. Pero se queda corto o muy corto, tal cual prueban los bonos que estos días debieron ser sacados para cubrir el impacto abrumador de la inflación sin freno y, a la vez, adelantarse a desarmar eventuales coletazos sociales y contener las movilizaciones de las normalmente activas organizaciones piqueteras.

Otra medida del problema aparece en las 3 millones de personas que, piso-piso, orbitan alrededor de esos planes y a las muchas más que reciben los beneficios de una cantidad de programas que, empezando por los arriba de veinte nacionales, se parece a una maraña indescifrable. En el extremo, algunos especialistas reportan un ejército de 20 millones de “planeros” poco menos que cristalizado o si se prefiere, estructural.

Si la cuestión va, como claramente va, de plata escasa también apura el fin de la temporada sojera, o sea, de la oleaginosa que este año aportará cerca del 90% a la caja completa de las retenciones. Dicho sin vueltas, manda la necesidad de que el aumento de la carga fiscal, la que sea posible, se aplique sobre exportaciones liquidadas a los precios actuales. Pasado junio la oportunidad empieza a diluirse.

¿Y qué decimos cuando decimos precios internacionales?

Datos de la FAO, la organización de las Naciones Unidas que se ocupa de la alimentación y la agricultura, hablan de una escalada fuerte, récord histórico, en el precio de los alimentos: 29,8% promedio en dólares, entre abril de 2021 y abril de 2022. Esto es, notables 20 puntos porcentuales por encima de la inflación del 8% anual que hoy pinta en Estados Unidos y del 7,5% que da en Europa.

Desagregada por productos, la estadística de la FAO cuenta: un 46% en aceites (entre ellos, los de soja y girasol); 34,3% para cereales, como el trigo y el maíz; el 23,5% en lácteos y 16,9% en carnes de vaca, de cerdo y de aves.

Visto este cuadro suena a cuanto menos interesante cruzar semejantes precios con los ingresos que perciben los productores, del país que sean, y con los derechos de exportación que percibe el Estado nacional. Necesario, solo que resultará un ejercicio complejo y cargado de interpretaciones disidentes.

Por de pronto, las ventas al exterior liquidadas por el sector oleaginoso-cerealero cantan US$ 11.098 millones entre enero y abril, esto es, US$ 1.300 millones más que durante el mismo período del año pasado. Queda claro que sobre ese monto se aplican las retenciones que finalmente irán a la caja del Estado nacional.

Llegado el punto, sigue una estimación sobre cuánto le dejarían las retenciones al Fisco en 2022: según la Bolsa de Cereales de Rosario, alrededor de US$ 11.000 millones, de los cuales 9.700 millones saldrían de la súper soja y 1.100 millones del maíz y el trigo. Efecto precios evidente, la recaudación superaría en casi US$ 2.000 millones a la del año pasado.

Vale aquí una aclaración que va acoplada al operativo del gobierno central: los derechos de exportación no se coparticipan con las provincias; quedan, limpios, en la caja del Tesoro Nacional.

El ejercicio de comparar cuánto aumentaron los alimentos en la estadística de la FAO y cuánto aquí, en la del INDEC, incorpora nuevos números a una ensalada llena de números, pero no deja de ser una medida de nuestro costo de vida.

Tres ejemplos al precio de uno. Donde la FAO dice lácteos 23,5%, el INDEC dice 67,7%; en la carne, la brecha señala 16,9 contra 63,8% y en los cereales, 34,3 versus 57,4%.

Nadie puede pretender, seriamente, que las magnitudes se parezcan o sean equivalentes, pero que resulten tan diferentes, de 23, 44 y hasta 47 puntos porcentuales, es una enormidad compatible entre otras cosas con una economía sin rumbo, dislocada y encima con un gobierno que anda al garete. Y la inflación nuestra de cada día, de cada mes y cada año es la muestra sonora del fenómeno.

Difícil si no imposible imaginar cómo sería eso de desacoplar los precios internos de los internacionales si, como se ve, ya están desacoplados y desacoplados de la peor manera.

Queda pues decirle llanamente impuesto a las retenciones y pensar, con la urgencia del caso, en una fórmula donde cada cual ponga lealmente según sus posibilidades para al menos desacelerar la locomotora de la pobreza.

Alcadio Oña

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