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Opinión

Brummel, el dandy

Columna destacada

Los devenires de la historia son un magisterio que, quien tiene ojos –y con años mejor-, podrá ponderar como maestros implacables por su rigor y cumplimiento indefectibles. La decadencia de fuerzas físicas por el paso de la vida nos recuerda que no existe un Goliat invencible; es lo natural y lo asumimos como tal. Pero resulta patético asistir a la decadencia de la autoridad política, personal, brindada ayer desde Chaco. Un discurso inconexo, con argumentos arbitrarios, caprichosos, celebrados por un corifeo de fanáticos que festeja hasta lo irracional porque creen ganar el favor de Dionisos a quien celebran. Como espectáculo: tristísimo; como expresión de la sociedad de la que soy parte: saturado de tanta vulgaridad.

Permítanme hablarles de un personaje olvidado en la historia porque no fue alguien que se destacó por su valentía como soldado, que no escribió ninguna obra de la que el mundo haya salido enriquecido, o dirigió, como estadista, una nación hasta el esplendor o la llevó al ocaso. No, nada de eso. Fue un hombre que marcó la moda de una época y las sucesivas. Historiadores del vestido dicen que hoy vestimos con la impronta que él dejó.  George Brummel fue una expresión del romanticismo británico, pero no en las letras o la pintura, como Byron y Turner, sino en el vestido. Fue un hombre de origen plebeyo, pero con una familia en condiciones de pagar Eton, la prestigiosa institución londinense de entonces y de hoy. Allí conoció al heredero del trono, Príncipe de Gales, George IV, con quien trabó la amistad que le posibilitó introducirse en la aristocracia de entonces. Fue, ciertamente, un hombre distinto; y desde un lugar que supo construir por la admiración que despertaba su elegancia, cautivó a toda una ciudad y especialmente a su amigo, el Príncipe, que lo entronizó como referente del buen gusto en las costumbres y el vestir. Por lo pronto, tenía el hábito de bañarse diariamente, cosa poco frecuente en aquellos años; podía pasarse una mañana entera haciendo el nudo de la corbata con la finalidad de que pareciera hecho a las apuradas; desplazó los colores chirriantes e introdujo los colores oscuros; su punto era el corte del atuendo, no los colores; en fin, todo un símbolo del buen gusto y el bien vestir. Dicen que era alto, pero no tanto, bonito, pero no en exceso; era simplemente una personalidad atractiva que despertaba amor incondicional en mujeres y hombres que caían bajo su influjo por igual. Les cité antes a Lord Byron, un genio de las letras, pero un ser despreciable en sus comportamientos humanos, a decir de Gilbert Martineau, un biógrafo que lo conoce en detalles, y que solo leyéndolo con la distancia de los hechos se puede echar un manto de misericordia sobre sus conductas hacia los demás. Hasta Lord Byron, cayó bajo su influjo. Quien conoce algo de la vida del escritor podrá comprender mejor el poder que desplegaba Brummel.

Pero ante un microclima de estas características, hay que ser muy sabio, o muy santo, para no distorsionar la mirada del mundo. Hay que ser muy consciente de las miserias comunes de la condición para no creerse centro del universo. Brummel cometió dos errores, o tal vez uno solo, aunque en dos tiempos:  se enemistó con el Príncipe. El mismo Príncipe que lo admiraba se hartó de sus desubicaciones.  Y gastaba más de lo que sus posibilidades le permitían, que su herencia permitía, porque nunca trabajó. Ese ajuar en condiciones de vestir a más de mil personas comenzó a ser una carga pesada de llevar...y comenzaron las deudas. Se reunía la gente, sastres, sobre todo, frente a su casa para cobrar y él les respondía, desde la ventana: “ya te pagué”; “cuándo”, preguntaba el acreedor, “con mi saludo debes sentirte pagado”. Brummel hacía daño, pero ya estaba acabado.

Probablemente Cristina Elizabet Fernández creerá, no lo sé, tal vez nadie lo sepa, que es abogada exitosa, arquitecta egipcia, o simplemente superada; estadista nos dijo el viernes que no es. Me pareció que no fue dicho porque no se crea una presidente que merece pasar a la historia como virtuosa, sino porque no se dio cuenta de que ser estadista es lo mejor que le puede pasar a un gobernante y al pueblo que gobierna. Me resulta difícil pensar que no es consciente de estar transitando el fin de su tiempo, que a todos llega, en cualquier actividad que se desempeñe en la vida. Lo que la sabiduría popular consagró como “el cuarto de hora” de cada uno.

De lo que sí tiene conciencia plena es del fracaso del gobierno del que es parte, del que no solo es parte sino influencia determinante. Si preguntáramos al hombre común, corriente, pero informado, el nombre de los vicepresidentes que hubo en los diferentes gobiernos, lo pondríamos en un aprieto. Si preguntáramos por uno de los hombres más honestos que tuvo la política argentina, Elpidio González, de quién fue vicepresidente pocos lo sabrían; sin embargo, todos saben que Alvear fue el último presidente no peronista en concluir el mandato constitucional (hasta Macri, claro). Cuando la historia trabaje sobre el gobierno de Alberto Fernández pocos dudarán quién fue la vicepresidente, más aún, no podrán hablar de él sin hablar de ella. Pero la señora no pierde ocasión para despegarse del gobierno. Otra vez una expresión popular nos resume acabadamente la situación: “cuando el barco se hunde las ratas huyen”. Cuando hay que dar cuenta de algo no conveniente se prefiere diferenciarse, o no estar. Hace muchos años, un amigo arquitecto, había construido un hotel en Pinamar cuyo dueño había quedado debiéndole bastante dinero. Este amigo nos invitó, éramos ocho o diez familias de seis, siete personas cada una, a pasar unos días al hotel del deudor. El día de la partida nos dijo que a tal hora estuviéramos cada uno en su auto con sus niños que él le iba a decir que lo descontaran de la deuda. De ese modo poder irnos sin gran conflictividad. La puntualidad de cada familia fue ejemplar, nadie se retrasó. Todos nos quisimos despegar de la responsabilidad que nos desbordaba (hoy lo recordamos riéndonos como locos de la puntualidad de cada uno). Es la misma sensación que produce el comportamiento de quien eligió al presidente para el cargo. Más aún, conforme a lo que nos dijo ayer, lo eligió porque no tenía partido ni votos ni poder propio. No podía desafiar su autoridad. Lo eligió con las neuronas, no con las hormonas, nos recordó; es decir calculó la elección, la pensó.

No le importa el deterioro institucional, económico; la incertidumbre que anima a la gente común y a quienes están en condiciones de invertir y crear trabajo. Sencillamente no le importa. Su preocupación es la CSJN, sus miembros, su número, por sus causas judiciales, claro. Pero al proponer el tratamiento de la boleta única responde con el latiguillo de no ser un tema importante para la gente; como si la cantidad de miembros de la Corte lo fuera. Probablemente no salga la ley de boleta única; no tiene cómo pasar el Senado, pero se obligó a ser tratada en comisión. Todos signos de pérdida de poder.

Finalmente, Brummel huyó a la Bretaña francesa. Allí vivió, o sobrevivió, porque murió en estado de indigencia total, comiendo por la caridad de la gente. Dicen que todas las noches, en el cuarto de la pensión de mala muerte en el que vivía, daba fiestas imaginarias por las que pasaba lo más granado de la sociedad londinense de su época y de su fantasía. Pero hacía mucho que estaba acabado.

 

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