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Opinión

La estatuilla de madera

Hace mucho tiempo, creo que en ocasión de un cumpleaños, mi amigo Guillermo me regaló esa obra. Es una talla en madera, de unos quince centímetros de alto. Está sobre mi escritorio desde entonces. Convive con un pequeño Buda de expresión dulcísima, libros, siempre desordenados, la caja con lápices que tiene también una banderita argentina con el mástil roto y una lámpara de párpado ajado y envejecido.

La talla en madera compone la figura de un hombre sentado en lo que en Japón llaman posición seiza. Consiste en arrodillarse, descansar las nalgas en los talones y el empeine de los pies sobre el suelo. Al contrario del gesto de dejar la espalda recta como es de rigor en el seiza, en el caso de la estatuilla se observa un hombre plegado completamente sobre sí formando un ovillo. La cabeza sobre el pecho, el pecho sobre los muslos, los brazos se ven a los costados entre el torso y la parte externa de los muslos y luego la espalda cerrando por arriba la figura de volumen compacto.

Algunas veces interpreté esa posición como una postura de plegaria, otras, me pareció la de un hombre doblado literalmente por su dolor. La cabeza es completamente calva y el rostro está oculto por las manos. Atribuí también la postura a una posible actitud de sumisión extrema o de arrepentimiento ante un hecho terrible y consumado. Pero ninguna de estas atribuciones termina de convencerme.

Cerrada en su significación como en la postura corporal que compone, la estatuilla sigue interpelándome. No logro discernir su sentido contemplándola y entonces me abandono a asociaciones caprichosas: ‘’Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé/ golpes que son como del odio de Dios…’’ viene a mi memoria el verso terrible de Los Heraldos Negros, pienso en los hombres mesoamericanos antes de la llegada de los españoles, dispuestos a dar o recibir la muerte en el consenso con sus dioses, recuerdo aquel cuento de Cortázar: La noche boca arriba, se abre en mi mente  la  figura de la madera, toda madera, que espera la forma en su íntima oscuridad. Puede estar grávida de un ángel, tal vez, o de un unicornio, de un águila o de una cruz, quizás de un simple útil: el mango de un martillo, el marco de una ventana, la cubierta de una mesa donde comer o hablar o sentarse a escribir o a llorar lo perdido….

¿Pero quién es el hombre de la talla? ¿Qué encierra su encierro y qué silencia su silencio? En horas de postración he pensado en la estatuilla. He pensado en ella en horas neutras. También la he visto muchas veces sin mirarla, en el sesgo del estar con las cosas y entre las cosas. Me doy cuenta de que a pesar de los años y los intentos de darle un sentido hay algo que, sin embargo, no me sucede. No siento apego, no se aloja en ninguna tonalidad afectiva de mi alma, no me inspira compasión ni admiración ni me alegra ni me infunde sentimiento definido alguno el hecho de verla.

¿Quién sos? ¿De dónde venís y para qué? ¿Hay algo que quieras decirme después de tantos años? Me descubro preguntándole al cubo de madera tallada, como si el genio interior pudiera responder, como su hubiera tal cosa como un genio interior, como si de haberlo tuviera una respuesta: ¿Quién sos? ¿Quién soy? ¿De dónde vengo y para hacer qué? ¿Cuándo apartaré las manos y miraré mi cara envalentonando un espejo, erguido y de frente por fin? ¿Cuándo lo haré como quien aprieta el gatillo sabiendo que en el tambor de siete luces una aloja una bala? ¿Calla algo mi silencio o es el simulacro que esconde un vacío? ¿Dónde termina mi encierro, cuándo podré ponerme de pie, abrir mi pecho y respirar hondo, levantar la cabeza y animarme a mirar sin parpadear, sin distraerme, sin retroceder? ¿Tengo derecho a eso? ¿Tengo derecho a salir del encierro y del silencio?

Yo. Soy yo el hombre de la talla de madera. Lo tomo ahora en la palma de mi mano como acariciándolo, o dándole ánimos, también apretándolo en mi palma, como estrujándolo, lo golpeo contra el escritorio, soy yo el que después de tantos años aún se desconoce, todavía se busca y se interroga.

Me sorprende de pronto a mi costado la imagen del pequeño y tan dulce Buda. Apenas un trazo su sonrisa, pero qué logrado trazo, sus ojos son dos líneas, pero derraman compasión, como si hubieran destilado todo el dolor del mundo, sus manos juntas en el pecho saludan o rezan. El tercer ojo, entre las cejas, es apenas un punto. Lo cubre una manta hasta los pies de color naranja. Lo tomo en mis manos, es muy liviano. Tal vez esté hecho de corteza o de algún papel especial. ¿Ríe? ¿Se compadece de mis incógnitas?¿Está acaso perdonándome? ¿De qué tengo que ser perdonado? ¿Me absuelve? ¿Me acompaña en una conexión sutil con un absoluto al que llega en una unión mística? Yo siento el absoluto en la palma de mi mano cuando aferro la estatuilla, cuando me aferro y aprieto con toda fuerza, cuando me agarro de mí mismo como también vengándome de mí, de ese que soy y que me da tribulaciones y obstáculos, ripio en los caminos, frío, noche y soledad. Ahora miro la estatuilla desde atrás. Tiene los dorsales como lomos de ballenas. Y de costado sus brazos son anchos y fuertes como los de los gimnastas. Lo doy vueltas y lo invierto, le busco el alma, me busco, quizás no la encuentre, pero quisiera dejar rastros de sangre y de lágrimas, huellas hasta la próxima lluvia y después esa nada en el aire, la mía, mi nada tallada por mí mismo en madera, nada también, como la gubia y el martillo, las manos, el aliento y la vana y admirable pretensión de ser.

 

 

 

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(*) El autor de la columna literaria es psicoanalista y escritor. Ha publicado artículos sobre psicoanálisis en revistas y capítulos en libros en colaboración (Psicoanálisis y Pandemia, de inminente aparición, editorial Pacto de Lectura). Ha escrito numerosos relatos, cuentos (algunos publicados en revistas y en un libro: El vuelo inmóvil, editorial Pacto de Lectura) y poemas que en su mayoría están inéditos. Cursó medicina en la UBA graduándose en 1980, realizó estudios de filosofía antigua y moderna en grupos de lectura y reflexión con docente privado.

rsarmoria@gmail.com

 

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