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Opinión

De Praga a Kiev, la lucha por la libertad

Budapest, 4 de noviembre de 1956. Cerca de mil tanques rusos entran a la capital húngara a sangre y fuego. Días antes, el 23 de octubre,  habían comenzado huelgas y levantamientos de trabajadores y estudiantes reclamando el fin del régimen stalinista en Hungría y al día siguiente Imre Nagy ocupa el puesto de Primer ministro y declara la vigencia de la libertad de expresión, de asociación, de prensa y la decisión de Hungría de retirarse del Pacto de Varsovia. El Ejército soviético ahoga el levantamiento con un saldo de más de 4.000 muertos civiles.

Praga, 21 de agosto de 1968. Medio millón de soldados del Pacto de Varsovia invaden la capital de Checoslovaquia. Cientos de tanques soviéticos aplastan todo a su paso. Mueren 150 civiles de los miles que salen a las calles a reclamar por su libertad y para poder continuar su experimento de “socialismo con rostro humano” que meses antes les había propuesto Alexander Dubcek, Secretario General del Partido Comunista checo. Esto significaba la participación de diversos partidos en el parlamento, libertad de prensa, libertad de opinión, respeto por las minorías, etc.; algo bastante parecido a una democracia liberal. La Unión Soviética no podía permitir, con argumentos similares a los que ahora alega Putin, un enclave democrático en su zona de influencia. Ocupa militarmente Checoslovaquia durante 20 años, hasta 1989. Todavía hoy podemos emocionarnos cuando caminamos por la Plaza Wenceslao, en el centro de Praga, y nos detenemos ante el monumento a JanPalach y a JanZajíc, dos jóvenes estudiantes que se inmolaron allí prendiéndose fuego, como protesta por la ocupación soviética a su patria.

Tanto Checoslovaquia, como Hungría y Ucrania habían formado parte del Imperio Austrohúngaro, por lo tanto de la ilustración europea y fueron el epicentro más creativo de la cultura centro europea hasta los años treinta.

Tanto cuando se produce el levantamiento de Budapest como en el proceso democrático en Checoslovaquia sectores progresistas,  en Europa y  en nuestro país, manifestaron la necesidad de apoyar la invasión soviética porque en caso contrario se hacía el juego al imperio norteamericano. Si de EEUU se trataba, Stalin no parecía una mala opción. Ese argumento se asemejaba a un remedo ridículo y trágico de nuestros sectores nacionalistas en los años 20 y 30, que miraban con simpatía a Musolini y a Hitler porque enfrentaban con propuestas supuestamente superadoras a la democracia liberal encarnada por Gran Bretaña, el “imperio” de aquel entonces.

Ahora el monstruo es la OTAN y si se trata de enfrentar a EEUU no tienen pruritos éticos ni políticos en reivindicar a Putin, un autócrata de derecha, misógino, homofóbico, jefe de un capitalismo salvaje y amigo y sostén de lo más reaccionario de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Antes pudo ser Mussolini, Hitler o Brézhnev, ahora es Putin, Maduro u Ortega.

No me cabe duda de que para Putin suena más peligroso el desarrollo de una democracia europea en Ucrania que los misiles de la OTAN.

Ucrania quiere ser Europa; los ucranianos quieren vivir bajo un Estado de Derecho, con libertad de opinión, de prensa, de movimiento; en donde se respete a las minorías y a los derechos individuales. Es absolutamente legítimo y no podemos mirar para otro lado por temor de que alguien piense que apoyamos lo que hizo EEUU en Vietnam o en Irak. Aquello fue moralmente inaceptable y lo que hace Putin ahora en Ucrania está mal, también es moralmente inaceptable y aquellos que pretendemos vivir en democracia, con las garantías que nos brinda un Estado de Derecho tenemos la obligación de denunciarlo sin pretender justificar a este Stalin del siglo XXI. No importa que no sea “políticamente correcto” si nuestra pretensión es ser coherentes moral e intelectualmente.

 

Publicado originariamente en el diario La Voz

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