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Opinión

La patria tributaria de Alberto y Cristina

Ese cálculo, efectuado por el economista Fausto Spotorno, es apenas uno de los tantos indicadores de la elevadísima presión impositiva que sufren los argentinos en comparación con la existente en cualquier otro país del mundo.

Según el informe “Paying Taxes”, de Price Waterhouse, las empresas de la Argentina son las que pagan el mayor porcentaje de impuestos y tasas sobre sus ganancias, después de Comoras, un archipiélago africano situado en el océano Índico. El ranking del Banco Mundial basado en ese indicador señala que la tasa de impuestos sobre ganancias de las empresas de nuestro país alcanza al 106%, cuando el promedio global es del 40,5%, mientras en Brasil ronda el 65%; en Uruguay, el 42%; en Paraguay, el 35%, y hasta Venezuela, con el 73%, está mejor que la Argentina.

No hace mucho, Alberto Fernández admitió que el Estado necesitaba un reordenamiento de las cuentas fiscales, pero aclaró que eso se haría sin un ajuste del gasto público. En los últimos días, el Presidente confirmó en los hechos su principal estrategia: seguir aumentando los impuestos.

Lejos de insinuar políticas proclives a reducir el gasto público, el Gobierno busca consolidar a la Argentina como el país con mayor presión tributaria sobre el sector formal de la economía

El primer paso se dio con la reciente aprobación en la Cámara de Diputados, facilitada por la ausencia de tres legisladores de Juntos por el Cambio en la sesión –una por Covid y dos de viaje–, del nuevo proyecto de Bienes Personales, que a instancias del oficialismo elevó las alícuotas a los grandes patrimonios, al tiempo que mantuvo en el 2,25% la tasa sobre los bienes declarados en el exterior. Y si bien se ha subido el mínimo no imponible desde los 2 millones hasta los 6 millones de pesos –aunque exceptúa la única vivienda propia–, este tributo gravaría bienes por apenas 30.000 dólares al tipo de cambio paralelo, cuando en sus orígenes, en la década del 90, este impuesto solo gravaba a quienes tenían un patrimonio superior a los 100.000 dólares.

Son cada vez menos las naciones que mantienen impuestos sobre el patrimonio personal y la Argentina es la que posee el monto imponible más bajo. En Francia, por caso, solo están alcanzados por un impuesto sobre la fortuna inmobiliaria (IFI) aquellos bienes inmuebles que superen 1.300.000 euros, de acuerdo con la reforma impulsada por Emmanuel Macron, con el fin de aumentar el atractivo del país para los inversores y evitar que las grandes fortunas se establecieran en el extranjero. Anteriormente, rigió en Francia un impuesto de solidaridad sobre la fortuna (ISF), que alcanzaba a muchos más franceses y cuya ineficiencia quedó al descubierto. El economista francés Eric Pichet analizó las consecuencias de ese tributo y demostró que solo conseguía recaudar menos de la mitad de lo que costaba en términos de pérdidas de ingresos por las fugas de grandes capitales. Su trabajo señaló que, entre 1998 y 2006, ese gravamen generó ingresos al fisco por el equivalente a 2600 millones de dólares al año, pero le costó al país más de 125.000 millones por la salida de capitales al exterior.

No es muy diferente de lo que viene sucediendo en la Argentina en los últimos años, con un buen número de empresarios que han mudado su residencia fiscal o que directamente dejaron el país para radicarse en Uruguay o en otros lugares del mundo.

Detrás de las declaraciones de dirigentes kirchneristas, como Andrés Larroque, en el sentido de que el aumento de las alícuotas de Bienes Personales a los más grandes patrimonios implicará “un sistema de carácter más solidario para salir de esta doble crisis de cuatro años de políticas neoliberales y dos de pandemia”, solo puede verse el afán por retener el voto de la izquierda a partir de un discurso tendiente a fomentar la grieta social. En la misma línea de ese relato, hay que ubicar los juicios del ministro de Salud bonaerense, Nicolás Kreplak, para quien hay seis veces más contagios de Covid en los sectores de mayores ingresos que en aquellos de menor capacidad económica. Como cuando desde el Gobierno se responsabilizaba a los “chetos”, a los runners, a los que viajaban a Miami, a los varados en el exterior o a los “gorilas” que reclamaban la Pfizer, el tan poco original relato contra quienes no suelen votar al Frente de Todos siempre vuelve. Y sirve como telón de fondo para justificar la nueva patria tributaria, que alimenta la voracidad confiscatoria de un Estado depredador.

El segundo paso hacia esa patria tributaria que propugnan Alberto Fernández y Cristina Kirchner fue la idea de un nuevo Consenso Fiscal que la Casa Rosada apunta a firmar en las próximas horas con los gobiernos provinciales y que, a diferencia del Consenso Fiscal de 2017 impulsado por la gestión macrista, no busca bajar impuestos, sino subirlos y crear otros nuevos, como el tributo a la herencia. Entre otras cosas, propicia incrementos en Ingresos Brutos, impuesto distorsivo definido brillantemente por la Asociación de Bancos Argentinos (Adeba) como “el colesterol que obstruye las arterias del crédito”, y autoriza subas en el impuesto de sellos, con alícuotas de hasta el 3,5% sobre la transferencia de inmuebles, pese a la virtual paralización que exhibe hoy el mercado inmobiliario.

Lejos de insinuar políticas proclives a reducir el gasto público, el Gobierno está dando nuevos pasos para consolidar a la Argentina como el país con mayor presión tributaria sobre el sector formal de la economía.

El hipotético acuerdo con el FMI pierde relevancia en un contexto donde ningún crédito puede reemplazar las necesarias reformas estructurales que debe encarar el Estado argentino y que el actual gobierno no está dispuesto a llevar a cabo.

Como señala Martín Redrado, uno puede comprar tiempo si es para llegar a la otra orilla. Pero si solo es para llegar al medio del río, terminará hundiéndose.

La posibilidad de un acuerdo de facilidades extendidas, que permitiría refinanciar la deuda con el FMI a diez años, se viene diluyendo, en la óptica de no pocos especialistas. Si una de las críticas del organismo internacional al gobierno de Mauricio Macri por el fracaso de su programa económico ha sido “un espacio político limitado” para instrumentar reformas estructurales, esa apreciación bien sirve para sospechar que el FMI no estará dispuesto a un acuerdo de largo alcance con la administración Fernández. Hoy no hay suficiente consenso político ni mucho menos voluntad de las autoridades nacionales para poner en marcha reformas estructurales. Por eso hoy el Gobierno podría conformarse con alcanzar lo antes posible –con marzo como fecha límite– un pacto que postergue el pago de los próximos vencimientos de deuda, antes de que el chanchito de las reservas de libre disponibilidad del Banco Central quede completamente vacío.

El martes pasado, en Olivos, el Presidente y la vicepresidenta acordaron “embocar” a Macri cada vez que se pueda. Horas después iniciaron una nueva ofensiva, que incluyó la utilización política del informe técnico del FMI para zarandear al exmandatario y a la oposición. Paradójicamente, si algo preocupa al staff técnico del Fondo y a Kristalina Georgiva no es la oposición, sino los obstáculos que para un acuerdo y su efectivo cumplimiento pueda provocar el propio kirchnerismo.

Pese al optimismo que intenta insuflar Alberto Fernández por el ascenso que la economía exhibirá en 2021 desde el subsuelo hasta la planta baja, los sondeos de opinión pública no ofrecen un panorama aliciente. La encuesta de alcance nacional de Taquion (2550 casos online entre el 3 y el 12 de diciembre) revela que el 71,8% de la población evalúa negativamente la gestión de su gobierno, con un rechazo que aumentó 13 puntos en el último año y una caída de 12 puntos en la percepción positiva. A veinte años de la crisis de 2001, el 37,9% cree que los argentinos estamos más complicados que entonces y el 23,6%, que estamos en el mismo lugar.

Sin embargo, en una reciente entrevista dada a Jorge Fontevecchia, el Presidente admitió que podría aspirar a su reelección en 2023. Una declaración que solo podría interpretarse como un mecanismo de defensa para no perder centralidad, aunque a algunos dirigentes cristinistas les provoque escozor.

Fernando Laborda

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