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Opinión

Todos arriesgan algo

Entre las primeras horas de la madrugada y las últimas de la tarde del próximo lunes, una vez conocidos los resultados de las urnas, comenzarán en parte a despejarse las incógnitas que se hallan a la orden del día y han dado lugar en los últimos tiempos a un sinfín de especulaciones respecto del futuro, tanto de los candidatos como de las fuerzas políticas en pugna. Véase que cuanto estará en disputa el domingo 12 no se reduce, tan sólo, a los cambios que se producirán por necesidad lógica en las dos cámaras del Congreso Nacional. Hay en juego muchas más cosas. Las seguras modificaciones que tendrán lugar en el espacio destinado a los diputados y senadores representan la cara más conocida y, sin duda, la de mayor importancia de las elecciones venideras, pero no le van en zaga otras cuestiones que no tienen la misma visibilidad. Los ciudadanos que a lo largo y ancho del país se harán presentes en pocos días más en las mesas correspondientes, para cumplir con su deber cívico, saben a quiénes estarán eligiendo. Son conscientes —algunos mejor que otros— de las consecuencias que tendrán sus votos para los aspirantes a obtener un asiento en el Parlamento criollo. En cambio, hay una gran mayoría que desconoce el reto que enfrentan Cristina Kirchner, Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta —para nombrar a los más conspicuos— aun cuando ninguno de los nombrados figure en las boletas de su partido.

Entendido que estas internas abiertas no resultan decisivas —y, por lo tanto, los números que arrojen deben ser tomados con pinzas y analizados con cuidado— de todas formas arrastran un efecto mostrativo acerca de las preferencias y tendencias de la gente, que sería insensato menospreciar. El oficialismo no entraría de inmediato en estado deliberativo ni haría responsable a la vicepresidente de la Nación por el hecho de que el frente que acaudilla perdiese a simple pluralidad de sufragios en la provincia de Buenos Aires —algo que, a diferencia de otras ocasiones, no es descabellado suponer. Sin embargo, sería un toque de atención que, en caso de repetirse dentro de dos meses, obraría —entonces, sí— una verdadera conmoción en todo el espinel peronista. No se crea que el devaluado presidente de la República cargaría con la culpa en solitario si acaso, en el principal bastión gubernamental, la dupla conformada por Victoria Tolosa Paz y Daniel Gollán sumase menos votos que las listas opositoras combinadas de Diego Santilli y Facundo Manes. La idea —sostenida en estos días por no pocos kirchneristas rabiosos— de que los dos primeros nombres de la boleta responden a Alberto Fernández y será él quien deberá ponerle el pecho al temporal que desataría un revés en el territorio bonaerense, es apenas un subterfugio de vuelo corto para salvar la obligación de rendir cuentas de la Señora. Sólo un triunfo categórico del Frente de Todos le evitaría a ella también poner las barbas en remojo.

Si bien la autoridad de la viuda de Kirchner hoy se encuentra a cubierto de cualquier crítica en la que pudiese pensarse en el seno del peronismo —su contracara es el hombre a quien ella le regaló el cargo— un traspié electoral agitaría las aguas en la administración populista y complicaría el tránsito —de suyo peligroso— de septiembre a noviembre. Esto en razón de la delicada situación económica, que no va a mejorar en los próximos sesenta días y que un astillamiento del poder gubernamental agravaría. Si alguien creyese posible que —asumida la pérdida— el kirchnerismo, herido en el ala, fuese capaz de hacer un examen de conciencia respecto de los errores cometidos, seguido de una aguda autocrítica y un rápido viraje hacia la racionalidad, las cosas podrían mejorar. Sin embargo, a juzgar por la forma con que el kirchnerismo ha reaccionado cada vez que ha salido perdidoso en una contienda electoral —2009 y 2013 son ejemplos superlativos en este orden— parece poco probable que algo así suceda. Para tener una noción cabal de los peligros que enfrenta el gobierno resulta conveniente señalar que, más allá de la madre de todas las batallas —siempre entablada en Buenos Aires— los resultados que obtenga a nivel país, y de manera especial en los demás distritos principales —la capital federal, Santa Fe, Córdoba y Mendoza— no pasarán desapercibidos en los cenáculos oficialistas si el Frente de Todos consiguiese imponerse apenas por un margen estrecho y —ni qué decir tiene— si terminase segundo detrás de Juntos por elCambio.

Por elementales razones de sobrevivencia, el lunes venidero no habrá guillotinas levantadas a la disparada para ejecutar a los presuntos culpables de una derrota ni pases ostensibles de facturas entre sus cabecillas. Ninguno se adelantará a tomar medidas drásticas sabiendo de memoria que la verdadera prueba de fuego se dará el 14 de noviembre. Pelearse a vista y paciencia del país por un resultado ajeno a sus expectativas o por una derrota, representaría un acto de torpeza infinita. Pero todos los integrantes del peronismo que pueblan el Frente de Todos tomarán debida nota de lo acontecido para luego —conforme haya sido la performance en las urnas— pasar a la acción. Lo más probable es que asistamos, a partir de la semana próxima, a una puesta en escena del colectivo K, consistente en pasar por alto las pérdidas —si la hubiere— y sobreactuar sus triunfos, sean estos magros o consistentes. Difícilmente el oficialismo se dé por vencido. No está en su memoria genética retroceder ante un panorama adverso. En todo caso, lo que hará es redoblar la apuesta e inundar de billetes cada vez más devaluados la entera geografía nacional con el propósito de que el bolsillo —al decir de Juan Domingo Perón, la víscera más sensible de los argentinos— le permita llegar a los comicios de noviembre más entero.

Los desafíos que, por su parte, enfrentan los principales actores del arco opositor son de distinto calibre, aunque de igual naturaleza. Como su aspiración de máxima es recobrar el dominio de la Casa Rosada dentro de dos años, sin un jefe definido en el seno cambiemita, desde Horacio Rodríguez Larreta —el mejor perfilado de los precandidatos presidenciales de ese espacio— hasta Patricia Bullrich, y desde Facundo Manes a Gerardo Morales, todos en mayor o

menos medida aguardan las PASO para tener una idea cabal de dónde se hallan parados. Mientras al jefe del gobierno de la capital federal sólo le sirve un triunfo contundente de sus pollos tanto en la ciudad como en la provincia de Buenos Aires, a los efectos de mostrar qué tanta más musculatura acredita respecto de sus competidores internos, los restantes actores no necesitan ganar para seguir en la competencia. La decisión de Rodríguez Larreta de avanzar en toda la línea y apadrinar a María Eugenia Vidal y a Diego Santilli sin prestarle oídos a sus críticos, fue un mensaje inequívoco de puertas para adentro de la coalición que los agrupa: quiere la candidatura presidencial y va a pelear con quien sea para hacerla suya. La condición necesaria para lograrlo es —de momento— que tanto Santilli como Vidal ganen con amplitud el domingo. Si triunfasen por una diferencia exigua, su valedor quedaría mal parado y debería renovar sus credenciales compitiendo con los adversarios que aparezcan en el camino, de cara al año 2023. En resumidas cuentas, cuanto mayor sea la diferencia de votos que obtengan los representantes del jefe de gobierno capitalino, más crecerán sus chances de perfilarse como cabeza de Juntos por el Cambio. A medida que se acortasen, estaría obligado a bajar al llano y disputar las internas. Por fin, si perdiesen Santilli o Vidal, sus acciones se derrumbarían sin remedio.

Las PASO —si se permite la comparación con las pruebas de tanques llenos de la Fórmula 1 internacional— no dejan de ser ensayos. Previo a la carrera, los pilotos salen a rodar con los mismos autos que conducirán al día siguiente, en la misma pista y con las mismas reglas. En cierta manera, sirven para medir las posibilidades de cada uno de los participantes en la competencia que tendrá lugar 24 horas más tarde. Pues bien, no otra cosa son las internas abiertas que se substanciarán en apenas cuatro días entre nosotros. Oficializadas a los fines de ordenar las disputas intestinas de los partidos políticos previas a las elecciones, han terminado siendo una gigantesca encuesta —o, si se quiere, una radiografía casi perfecta del voto ciudadano. Por eso ninguno de los anotados para disputarlas puede desentenderse de los resultados que arrojen, aun cuando no sean definitivos en punto a la elección de los futuros diputados y senadores. Alegar que para cantar victoria o sufrir la derrota, no hay que adelantarse y será menester esperar y ver cuanto sucede en noviembre, resulta verdad sólo en parte. Porque en sesenta días la mayoría de la gente no acostumbra a cambiar de opinión así nomás. Sólo si hubiese un alto grado de abstención y/o de votos en blanco, cabría relativizar los números que conoceremos en la madrugada del lunes.

 

 

Prensa Republicana

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