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Opinión

La crisis más grave de la coalición gobernante

Un presidente desconcertado, una vice enfurecida, un gabinete sacudido y una militancia desencantada. El escándalo de Olivos provocó en el corazón de la coalición gobernante la crisis más grave que ha tenido en sus dos años de vida. Si no hubo consecuencias mayores fue solamente porque la campaña electoral los forzó a mostrarse unidos y sonrientes. Pero ninguno de los protagonistas del espacio disimula que el episodio desestabilizó los equilibrios internos y sembró dudas para el futuro, que solo un buen resultado en las urnas podría disipar.

Alberto Fernández no solo quebró la confianza de la sociedad por haberse manejado con una doble vara en plena pandemia; también lesionó severamente su papel como garante de la unidad de la alianza peronista, como representante de esa confederación de tribus que se unificaron en 2019 después de años de fragmentación. Ese era su principal activo, porque los votos eran ajenos. Y lo acaba de devaluar severamente, no por una decisión política estratégica, sino por un grave desacierto doméstico.

Desde hace mucho tiempo Cristina Kirchner hacía observaciones sobre el estilo “desordenado” del Presidente. Le había llegado información de distinto calibre, que algunas veces comentó en la intimidad con intranquilidad. Cuando se conocieron las listas de ingresos a la quinta de Olivos se enfureció por corroborar esas licencias y por la “ingenuidad” de haber permitido que esa información se difundiera. El vínculo con Alberto había quedado tenso tras el cierre de listas y volvía a complicarse.

A eso se sumó un nuevo frente, cuando tras la filtración de la primera imagen del cumpleaños de Fabiola Yáñez, desde el entorno presidencial transmitieron internamente el mensaje de que se trataba de un registro trucado. Con la aparición de la segunda foto, más nítida e incontrastable, el malestar se trasladó hacia el interior del gabinete. Dos ministros muy cercanos al Presidente hicieron saber su profundo malestar por la falta de códigos para preservarlos del papelón, un mensaje que llegó al tercer piso de la Cámara de Diputados, donde gobierna Máximo Kirchner, y al Senado, donde su madre conduce la cámara.

Y el último eslabón de la cadena de desaciertos se produjo con el primer intento de disculpas de Alberto Fernández, que terminó con una descarga de responsabilidades en su pareja por haber organizado el festejo. Cristina, indignada, habló en duros términos con el Presidente el fin de semana pasado. Le había parecido una pésima reacción desde lo político y desde lo personal. La conversación reeditó las rispideces de la última charla por las listas. Cuando el lunes Fernández encaró el segundo capítulo de su mea culpa, esta vez sin derivar responsabilidades, el daño interno ya era muy profundo.

Como nunca antes se activó una suerte de red de contención interna para reordenar la coalición ante semejante impacto. Como es costumbre, los actores principales actuaron por fuera de la Casa Rosada. Sergio Massa hizo un carry trade constante entre facciones, intervino mucho “el canciller” Wado de Pedro, mientras que Máximo Kirchner y Axel Kicillof trataban de moderar ánimos. Una verdadera patrulla en rescate del soldado perdido. Cristina guió cada movimiento con una certeza: por primera vez la cohesión interna de su creación estaba amenazada. Volvió a hablar con Alberto antes del acto del martes en Avellaneda y se reunió con él en una de las casas que allí se iban a inaugurar. Después le dedicó su mensaje fulminante: “no te enojes” (según los criptólogos kirchneristas un señalamiento a sus admoniciones a la sociedad durante la pandemia), “poné orden donde tengas que poner” (en tu vida y tu modo de gestionar) y “metele para adelante” (recupérate que tenemos que ganar la elección). El stand up del micrófono del día siguiente en La Plata terminó de coronar la escenificación pública de la evacuación del herido. Algo así como “te voy a ayudar, pero voy a mostrar en público quién define las cosas”. Nunca antes había estado la plana mayor del Frente de Todos (FDT) dos días seguidos en actos públicos. Una coreografía absolutamente inédita.

También lo fue la reunión de gabinete del viernes. La convocó el Presidente después de que se produjera otra situación novedosa, e inquietante a la vez. Los ministros más cercanos a Alberto Fernández, algunos en forma individual y otros en grupo, le hicieron llegar su preocupación por la situación. Los que se reconocen como “el círculo de confianza”, entre quienes están Santiago Cafiero, Vilma Ibarra, Cecilia Todesca y Juan Manuel Olmos, se atrevieron a hablar de la necesidad de recomponer su imagen y de revisar el funcionamiento del “círculo íntimo”, entre quienes sitúan a Julio Vitobello y Juan Pablo Biondi, el “dúo Vi-Bi”.

“Estuvimos haciendo contención”, reconoció uno de ellos como un eufemismo. “El golpe en el equipo fue durísimo”, reconoció un ministro. La resistencia del Presidente a reforzar el sistema de seguridad y la logística de la quinta de Olivos, su manejo personal del celular y de sus comunicaciones, la ausencia de un secretario que lo asista, fueron parte de las inquietudes. Fernández les anticipó que no piensa cambiar su dinámica porque se define como “un hombre común al frente de la Presidencia”. Solo habilitó una revisión de protocolos en el esquema de Casa Militar, que difícilmente arroje grandes cambios. El riesgo de nuevos tropiezos sigue latente.

El quiebre con la militancia 

Así como el escándalo alteró a la conducción del espacio, también sacudió los cimientos militantes. El espacio más afectado fue La Cámpora, que venía sumando temperatura desde que retrucó en Twitter una foto del PJ donde no aparecía Cristina, y desde que hace dos semanas Alberto armó un zoom con gobernadores y ministros cercanos. “Esto generó un impacto muy fuerte en la militancia, que perdió la confianza en el Presidente porque mintió. Hay un quiebre en el respeto hacia su figura”, apunta uno de sus referentes. Pero después agrega algo más medular: “Alberto puede hacer estas cosas porque no tiene un proyecto político propio, es una circunstancia, le da igual. Pero nosotros sí tenemos un proyecto a largo plazo, y él lo está arruinando”. Y esta fue la alarma que más sonó en las conversaciones entre Cristina, Máximo y Massa. El fantasma del futuro. “A Cristina le allanaron la casa y vio la cárcel de cerca. Sergio conoció lo que es el desierto político. Ninguno quiere volver a eso”, grafica un viejo asesor que ahora aporta su arte al kirchnerismo. Traducido: Cristina no corrió al rescate de Alberto en misión humanitaria, sino para resguardar al FDT y para autopreservarse.

El trauma del gabinete y el sobresalto militante contrastaron con la parsimonia peronista. Los gobernadores desacoplaron sus campañas de la Casa Rosada y cada uno pasó a hacer su juego con la expectativa de que no les lleguen las esquirlas de Buenos Aires. Su cabecera de playa en el proyecto, Alberto Fernández, está bajo fuego, y ellos hace tiempo dejaron de creer en el “gobierno con 24 gobernadores” que les prometió. Algo similar ocurrió con los gremialistas cercanos, todavía dolidos por haber sido marginados de las listas. Massa, en tanto, busca instalar la idea de que la elección no es un plebiscito donde se juzga el éxito del Gobierno, sino una elección legislativa donde se votan representantes para el Congreso. Otra manera de desalbertizar la campaña. Hoy el Presidente depende enteramente del kirchnerismo y del massismo que lleva en el side car. Nunca cobijó a su tropa propia y ahora también licuó su papel como símbolo “frentetodista”. La pérdida de su esencia ya es casi un enigma de la filosofía política: ¿qué representa hoy Alberto Fernández?

Un hombre abrumado 

Cuatro funcionarios y referentes del FDT que estuvieron con el Presidente entre el fin de semana pasado y los días siguientes coincidieron en un diagnóstico demoledor: estaba derrumbado. Lo vieron mal físicamente, y también anímicamente. Retrataban la imagen de un hombre abrumado ante lo que pasó. Recién el viernes, cuando se juntó con sus ministros y almorzó con Massa, había recuperado el semblante y algo de espíritu. Algunos aportaron explicaciones psicológicas: es la primera vez que sus dotes de prestidigitador resultan insuficientes y debe enfrentarse a una mentira que generó estupor social en el tema más sensible. Otros argumentaron la enorme incomodidad de tener que exponer en público trazos de su vínculo con Fabiola Yáñez. Este era un tema que estaba latente desde hace mucho tiempo y que terminó de eclosionar ahora. Más allá de la relación personal entre ellos, una cuestión particularmente sensible, desde el año pasado había fricciones por la autonomía de la primera dama en su exposición pública.

Un indicio ocurrió en febrero pasado, cuando Pepe Albistur, publicista y amigo del Presidente, dejó de asesorarla en materia de comunicación. Alguien que conoció ese proceso recordó los problemas que había a la hora de plantearle la necesidad de cuidar más su aparición en las redes y de dotarla de mayor volumen. Así también provocó la furia de Cristina cuando el mes pasado, al cumplir 40 años, posteó una foto con flores y globos el mismo día que la Argentina llegaba a los 100.000 muertos por la pandemia. Ese “exceso de espontaneidad”, como la describió un asesor, es el que ahora tiene en jaque al Gobierno, que corre detrás de las filtraciones de fotos y videos del festejo del año pasado en Olivos para evitar más daños. En alguna charla Alberto Fernández comentó que sospechaba de una mano negra de sectores de inteligencia, en connivencia con ciertos medios.

Pero lo realmente gravitante tiene que ver con el efecto político que todo el episodio tiene sobre el rol del Presidente. Después del cierre de listas, Alberto Fernández había quedado en una posición expectante para poder capitalizar parte de un eventual triunfo electoral. Hoy ha resignado gran parte de sus acciones. Si el oficialismo pierde, será sin duda el responsable mayor; si gana, habrá sido porque lo rescataron del abismo Cristina y su escuadrón. El kirchnerismo no hace más que hablar de las profundas reformas internas que deberá hacer cuando pasen los comicios. Alberto deberá pelear duramente para tener una voz activa en ese proceso.

Una encuesta que circuló en el oficialismo dio cuenta de que la imagen positiva del Presidente, durante muchos meses la figura más valorada dentro del FDT, está en la provincia de Buenos Aires en 38,3 puntos, mientras que la de Cristina está en 36,3. Cuando el sol alcance la línea del horizonte y ambas cifras se crucen, el atractivo de Alberto se oscurecerá. El declive de Fernández afecta especialmente al votante blando, que en 2019 apostó por el centrismo que aportaba el candidato por sobre la radicalización kirchnerista. Si bien es imposible medir hoy el impacto electoral que tendrá el feliz cumpleaños, un antecedente permite dar una base de análisis: según la consultora GOP/Trespuntozero el peor momento para la imagen de Fernández fue en marzo, después del vacunatorio vip, cuando la positiva descendió a 31 puntos y la negativa subió a 67, entre los que había un 33,8 que había votado por el FDT hace dos años. Es el segmento al que el Presidente expuso ahora a la incertidumbre.

El oficialismo necesita ahora, mucho más que hace un mes, un buen resultado electoral, ya no solo para sumar legisladores, sino para evitar el inicio de un proceso de desgajamiento. La integridad del espacio también está en juego. Cristina lo necesita para evaporar sus sombras, Massa para alimentar sus ilusiones, Máximo para sostener su proyecto y Kicillof para poder gobernar la provincia indómita. Pero también todos dependen más que antes de un hombre que acaba de recibir el golpe más duro y necesita recuperar su razón de ser como administrador del consorcio.

Jorge Liotti

Alberto Fernández crisis de la coalición Cristina Kirchner Gobierno Nacional

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