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Opinión

Columna destacada: Un líder se busca

Un memorable cuento de Herman Melville, el autor de Moby Dick, llamado Bartleby, narra las desventuras de un abogado ante la pasividad de uno de sus amanuenses que, ante un pedido de su empleador, sencillamente responde: preferiría no hacerlo. El cuento va creando un clima de exasperación en el personaje del abogado (que es el narrador) y en el lector, porque Bartleby no asume nunca una actitud violenta o desafiante; su desafío es por la vía de la pasividad. No reacciona a como es esperable ante la demanda de su jefe. Sencillamente responde de esa manera: preferiría no hacerlo. El cuento sigue narrando que este hombre no acepta irse de la oficina y termina instalándose en ella como un inquilino. Todas las medidas que toma su empleador no logran moverlo de esa posición inflexible. No fue posible modificar su conducta y resolvió no hacer otra cosa que mirar por la ventana. Finalmente, el abogado tuvo que mudar su oficina ante la impenetrabilidad de Bartleby a sus argumentos.

Este es un cuento que tuvo innumerables lecturas, pero lo que me interesa de él es resaltar el poder de la pasividad –paradójicamente- como respuesta incisiva que modifica, bien o mal, el entorno en el que uno vive. Y no se trata de una huelga, o un desgano más. Se emparenta, en los efectos únicamente, con la cruzada de la no violencia. Es un incordio infranqueable que deja sin posibilidad de acción ante quien lo interpela, aunque tenga todo el derecho de su lado. El personaje no se propuso modificar nada de su entorno, pero su conducta crea una situación que termina alterando el espacio social en el que vive.

En los últimos tiempos asistimos a la conducta de un presidente con características de la inacción. No responde como Bartleby, pero los embrollos en los que incurre nos hablan de alguien alcanzado por la desorientación, o el desgano. No dice: preferiría no hacerlo; pero la velocidad de los problemas es tal que la falta de reacción nos habla de una inactividad que nos espanta como sociedad. No creo que corresponda juzgar en lo económico a un gobierno que comenzó junto con la pandemia; pero el modo como administró la expansión del virus, en eso sí debemos juzgarlo; ha sido un concierto de errores. Todos conocemos los juicios improvisados que largaban desde las autoridades nacionales y el mismo presidente en comparaciones impertinentes y erróneas.

La hermenéutica, si bien es una ciencia antigua, tiene rasgos de presencia natural en el hombre; aún en los animales, como el perro. Un chiquito que no sabe hablar entiende inmediatamente que su madre lo reprende cuando no come o cosas por el estilo. El chiquito lee correctamente los signos de reprensión de su madre.  Entiende la disconformidad de su madre. En un ambiente adulto, las interpretaciones de lo que se dice es corriente y la necesidad de aclaraciones también. En cualquier conversación se hace necesario la aclaración porque el lenguaje verbal, más que el corporal, es opaco. El lenguaje oral o escrito, a la vez, permite la comunicación entre las personas. Y cuando un discurso después de haber hecho las explicaciones requeridas continua oscuro, lo que se pretende transmitir (la confusión), o lo que no se quiere transmitir, la intención de no querer decir, resulta claro. No se comprende qué se quiere transmitir, pero se comprende que no se quiere transmitir. Dicho de otro modo. Cuando no se entiende la idea es que no se quiere hacerla entender. Eso es lo que nos ha pasado en el último tiempo con Pfizer, por ejemplo, o con oscuros episodios del pasado. ¿Qué pasó con el pacto espurio con Irán o con la muerte de Nisman? Son demasiados puntos oscuros, o demasiado oscuros por ser tan importantes.

Vimos la semana pasada que la palabra es la prolongación de la persona. En El Cantar del Mío Cid hay un pasaje en el que el protagonista cambia un baúl de piedras por dinero; al volver a buscar el baúl y abrirlo, ven los prestamistas (Raquel y Vidas) que solo había piedras; al preguntarle por qué había retornado por unas piedras, su respuesta fue: ahí estaba encerrada mi palabra. Si la palabra es la prolongación de las personas quiere decir que ellas no solo dicen lo que dicen, sino que nos aportan información de quien las dice. Y cuando la responsabilidad de quien habla es el que representa un país, ya no solo habla por él, sino que lo hace en representación de ese pueblo. Circularán memes, bromas de todo tipo o graciosos comentarios acerca de los errores discursivos del presidente; pero para quienes vivimos bajo el gobierno de un presidente con estas características no puede embargarnos sino un sentimiento de vergüenza colectiva porque habla en nombre del pueblo del que soy parte. Y podrá argumentarse de modos muy diferentes para excusar o justificar el desagradable comentario sobre el origen de los pueblos latinoamericanos, como hizo Donda, pero cuando los furcios son recurrentes y vergonzantes ya no son expresiones desafortunadas de quien improvisa ante el micrófono sino expresión del desborde, la inactividad o, no creo, la indiferencia. Simplemente quien habla es así, es eso.

Frente a los momentos decisivos en la vida de un pueblo lo que se necesita es alguien sereno, que lleve certezas a la gente, que hable con claridad y con ideas acerca de lo que pasa y de lo que sigue. En realidad, lo que se necesita es alguien a la altura de las exigencias del momento que se vive. Un líder, ni siquiera un estadista, solo un gobernante con condiciones, humilde, veraz.

Cómo creer que lo que importa es la gente si las contradicciones son frecuentes y con un desparpajo insolente. Resoluciones que modifican la cotidianeidad de la gente. Reanudan la presencialidad escolar con más infectados y muertes que cuando decretaron el cierre de las escuelas. ¿Cuándo nos mienten, antes o ahora? Lo cierto, lo que vemos a diario es la desesperanza, la desilusión ante un gobierno inactivo, pasivo ante tanto dolor de su gente. Cómo explicarle a las ochenta y cinco mil familias que perdieron un ser querido que el gobierno cuida nuestros intereses. Cómo explicarles a los miles de pymes que cerraron que los legisladores cobran poco y por eso ajustaron un cuarenta por ciento sus haberes.

Pericles (495-429 a.c.), un estadista, un visionario que dio nombre a un siglo. El siglo V a.c. se lo llama así, el siglo de Pericles, les dice a los atenienses, renuentes a embarcarse en la empresa de la guerra contra Esparta -según nos cuenta Tucídides-, que el bien general debe prevalecer sobre el bien individual porque es imposible que a uno le vaya bien si no le va bien a la Polis; y se tienen esperanzas de que cuando le va bien a la Polis, finalmente le vaya bien a un ciudadano.

 

 

(*) Licenciado en Teología (UCA) - Licenciado en Letras (UBA)

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