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Opinión

La debilidad de los dioses

Fue durante la boda de Peleo y Tetis que se produjo el conflicto originante de la tragedia que nos narra La Ilíada de Homero. Efectivamente, se realizaba el matrimonio de un hombre y una  de las cincuenta nereidas. En principio todo iba bien. Los dioses habían sido invitados al banquete y la fiesta se desenvolvía de la manera prevista. Pero no había sido invitada Eris, la  diosa de la discordia;  ésta no tuvo otra idea que arrojar una manzana entre de las divinidades presentes con la inscripción: “para la más bella”. Frente a ese problema de difícil resolución, Zeus no quiso intervenir. Una era su esposa (Hera), otra su hija partonogenética (Atenea) y la tercera Afrodita. Envió al siempre dispuesto Hermes a convocar a Paris para que decidiera. Cada una, como era la costumbre, ofrecía dones (a Paris) para ser la elegida. Finalmente se inclino por Afrodita que le había prometido el amor de la más bella mujer del mundo; esa fue Helena. El resentimiento de Atenea y, sobre todo, de Hera, duraría muchos años y produciría muchos dolores. Incitaba a Zeus a tomar partido y éste, con dificultades, ponía límites a sus pretensiones. Habría de pasar muchos años, unos setecientos, hasta que Virgilio nos contara la final deposición de las actitudes beligerantes y resentidas de Hera ante los límites de Zeus frente al conflicto entre Eneas y Turno, narrado en el último canto de La Eneida.  Ciertamente la evolución del pensamiento humano fue dando pasos hasta el actual desconocimiento de divinidades personificadas con rasgos humanos. Pero un valor  que nos aporta la mitología es la lectura simbólica de la historia y comportamientos de los hombres de todos los tiempos.

Hoy podríamos decir: qué peligroso es, si no se administra adecuadamente,  tener poder. No creo, honestamente no creo, que alguien en su sano juicio pretenda los reconocimientos latréuticos propios de los dioses. Pero lo que sí creo es que el desconocimiento de los límites y los comportamientos de personas con poder pueden hacer muy riesgosa la vida de los hombres. Nadie dice “soy un dios”,  pero la exigencia de reconocimientos, dádivas, derechos exigidos, distinciones, tratos y comportamientos fuera de la ley, con exclusividad y  exclusión, parecería pretender tratos propios de las divinidades.

Reconocerse como un iluminado, poseedor de cualidades superlativas, de una misión profética, engendra (enseñanzas de la historia universal) riesgosas posiciones que terminan justificando las atrocidades más horrendas de la que es capaz un hombre. Y no menos grave que el surgimiento de iluminados, es el reconocimiento como tal por un número generoso de personas que le dan esa función, ese rol, esa autoridad y ese sometimiento que, para quien lo ve de afuera, no puede dejar de sorprenderse de la miseria a la que es capaz de llegar un ser humano en el sometimiento a otro ser humano.

Hera no aceptaba no ser la elegida pero no podía hacer desaparecer a Afrodita que, finalmente, era una divinidad como ella y precedente a ella porque nace de Urano (dios anterior a Zeus y a Hera, que además de marido y mujer, eran hermanos). Cobra venganza sobre humanos que son más débiles, más vulnerables que un dios. Ese es otro de los riesgos de los poderosos: caer en la pusilanimidad de cobrar la factura a los más débiles. No siempre de modo frontal y directo, pero no menos eficiente a la hora de obtener beneficios para sí del grupo social menos independiente por razones económicas, laborales o de otro tipo. Qué otra cosa es pagar obras que no se hacen; cobrar sobornos, usufructuar lo público como privado.

El poder siempre debe ser servicio porque es quien tiene la palabra oficial, la palabra eficiente; palabra capaz de modificar la realidad porque es la autoridad constituida y reconocida como tal. La autoridad es quien  define las condiciones en las que se desenvuelve la vida de los otros que ven en él la potencia organizadora de la convivencia política, social, empresaria o de cualquier otro tipo. A mayor autoridad mayor debe ser la prescindencia de los caprichos personales y la búsqueda del bien común. Es en la autoridad política donde más claro debe estar marcado su compromiso con el bien común  y el ejercicio del gobierno como servicio. El respeto a los otros poderes del Estado es el respeto a los ciudadanos que, de lo contrario, estarían expuestos a los caprichos del más fuerte, a los vaivenes de la voluntad arbitraria del que posee el poder.

Los dioses eran vistos como seres con poder sobrehumano. Y mirado con perspectiva histórica podemos consensuar que los dioses eran objetivaciones proyectadas por los hombres que interactuaban con ellos  pero que eran de otra naturaleza, y en quienes se buscaba su favor. Los hombres modernos sabemos que esas figuras son míticas y que no pueden hacernos ni mal ni procurarnos beneficios de cualquier tipo. Pero sí hay seres humanos que imponen prerrogativas y el reconocimiento de ser merecedores de derechos y beneficios que los ubican por encima de cualquier otro ser humano por derecho propio. El siglo XX conoció, como ningún otro siglo, de lo que somos capaces de hacer unos hombres a otros hombres. Y fundándolo con argumentos que convencieron a muchos.

Hay lecciones que debemos aprender

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

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