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Opinión

No puedo respirar

En mi infancia distante, alegre y despreocupada en los años 80, en el corazón de São Paulo, Brasil, jugaba en la calle. Literalmente. Cerca de mi casa había un gran espacio, lo que nos permitía correr, andar en bicicleta, jugar con muñecas, incluso en medio de los autos que pasaban. Sin duda eran otros tiempos. Nuestros padres nos llamaban por la ventana cuando era hora de cenar, almorzar o ducharnos para ir a la escuela.

Tan diferente de hoy cuando, ya acostada en mi cama, y​​ agotada por otro día de lucha, recurro a Whatsapp para repetir por enésima vez a mi hija adolescente, que está por allí,  en la habitación, para dejar su teléfono celular, ducharse y dormir porque "mañana tiene clase".

Jugar en la calle... Mis hijas nunca sabrán qué es eso. A veces me pregunto a que édad les dejaré caminar  solas para ir al mercado, por ejemplo. No tengo respuesta para eso. Me aterra imaginar que alguien podrá hacerles daño, secuestrarlas...  Esta triste y violenta realidad de los tiempos modernos. Y contra todas las teorías y puntos de vista en sentido contrario, en mi corazón de madre sé que trataré de mantenerlas al alcance de mis ojos el mayor tiempo posible.

Dicen que los niños pertenecen al mundo, deben tomar vuelo. Todo esto es muy hermoso, pero si el mundo de hoy fuera menos salvaje, menos violento, menos absurdo, quizás mi corazón de mamá también fuera más flexible. Y deliberadamente me desvío de estos pensamientos, relegando mi sufrimiento al momento correcto, cuando mis manos y mi mirada ya no tendrán la fuerza invisible para mantenerlas cerca de mí.

"Todas estas reflexiones me irrumpieron cuando, asombrada, leí las noticias sobre el caso de George Floyd, un hombre negro que murió con la rodilla de un hombre blanco (un policía) presionando su cuello.

En ese momento, regresé en el tiempo y me sentí como la niña de los años 80 nuevamente... La calle estaba llena de niños que jugaban sin preocupaciones en una tarde soleada. Un colega de la escuela me visitó para andar en bicicleta conmigo.

Sorprendida, me di cuenta de que había un auto de policía alrededor de la cuadra. Cada poquito pasaba cerca de nosotros. Una de esas veces el auto se detuvo y la policía me preguntó: "¿Está todo bien aquí?"

"Sí", respondí, asombrada. "¿Y por qué no lo estaría?", pensé.

Cuando el auto se fue, el amigo que había venido a visitarme preguntó: "¿Sabes por qué la policía te hizo esa pregunta?"

Le respondí que no tenía idea. A lo que él contestó con tristeza: "Porque soy negro".

Y dijo que desde que salió por las calles adyacentes para encontrarse conmigo, ese mismo auto policial ya lo había detenido para preguntarle a dónde iba, de dónde venía ...

Sin reacción y muy conmocionada, pronto pensé que, de hecho, ningún policía había hecho tantas rondas en nuestra calle antes, ni se había detenido a preguntar si estábamos bien."

Esa escena marcó mi corazón de niña. Nunca la olvidé. Y los recuerdos de ese día brotaron  sobre mis pensamientos cuando leí sobre el caso George Floyd.

Coincidencia o no,  estoy leyendo un libro que retrata mucho el tema del racismo, pero desde el punto de vista de los negros, que también siempre han odiado a los blancos desde los tiempos más remotos. Sí, porque desde la antigüedad los blancos han sometido a los negros con crueldad, violencia y una locura sorda ilimitada.

El libro al que me refiero se titula "La tercera vida de Grange Copeland", de Alice Walker, escritora, poeta y activista feminista estadounidense, a quien toda su vida luchó por los derechos civiles de los negros, en un momento en que los negros no podían estudiar en las mismas escuelas que los blancos. Escribió la novela (que se convirtió en una película) "The Color Purple" – original en Inglés -, por la que ganó el Premio Nacional del Libro y el Premio Pulitzer de Ficción.

En varios pasajes del libro que ahora leo, los protagonistas exponen su revuelta, su indignación y su ira por el absurdo trato al que han sido sometidos desde tiempos inmemoriales. Esta revuelta se transmite de generación en generación. Uno de estos pasajes es emblemático para mí. Luego de ser pateado  de una iglesia en la que varios negros se encontraban, por gritar su ira al mundo de los blancos, Grange Copeland les dijo a los diáconos que lo acompañaban a la calle:

"Un día, el odio que sentimos por ellos nos unirá - gritó Grange desde la esquina de la Séptima Avenida -. Será el único remedio. En lo más profundo de nuestros corazones, ya los odiamos. Dejemos de ocultarlo y enseñemos a los pequeños. Si les enseñas todo a los pequeños, no tendrán que aprender en la escuela de la vida ". (*)

Que triste. La propagación del odio mutuo. En blanco y negro. Una pulseada que alcanza mucho más que estos dos colores. Después de todo, el mundo también está poblado por otros colores, por otros odios, por otras discriminaciones. Y en esa lucha de brazos, nunca habrá ganadores, solo derrotados. El odio contra el odio solo puede generar más odio. No hay otro resultado posible para esta ecuación.

Y así, en el siglo XXI, cuando los derechos "aparentemente" son más igualitarios y las personas parecen estar más conscientes de los absurdos del pasado, nos sorprenden las tristes noticias como la muerte de George Floyd.

Y me sentí mal, exactamente cuando, hace muchos años, mi amigo, hoy un gran profesor universitario, un hombre extremadamente culto, me miró con tristeza y dijo: "Porque soy negro".

¿Cuándo terminará todo esto?

 

(*) Traducción libre. El personaje no conjuga correctamente los verbos.

(**)  Escritora y autora del libro «Diario de Mami», Crónicas de un mamá bloguera. Simplissimo Livros – Porto Alegre, Brasil – 2019.

EE.UU. George Floyd Mundo opinión Racismo SIGLO XXI

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