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Opinión

La luna de miel es finita

A diferencia de lo que hubiera sucedido en el caso de haber sido Mauricio Macri el triunfador en las elecciones presidenciales del pasado mes de octubre, Alberto Fernández llegó a la Casa Rosada el 10 de diciembre con una certeza a cuestas: habría para él luna de miel, más allá de la desastrosa situación hallable en el país que estaba a punto de gobernar. Al propio tiempo, junto a aquella certidumbre abrigaba una duda: cuánto duraría ese período color de rosa. Estrictamente se prolongó por espacio de dos meses y algo más. Ello significa que ya terminó y lo se repetirá, lo cual es lógico.

Con base en promesas incumplibles y fulbito para las tribunas, unidas a la algarabía de la victoria, el Frente de Todos no tuvo demasiados inconvenientes en sus primeros sesenta días de administración de la cosa pública. La mayoría de los jubilados, no sin alguna candidez, creyó a pie juntillas en el aumento generalizado que el entonces candidato kirchnerista anunció con bombos y platillos durante la campaña. Los lideres sindicales —la columna vertebral del peronismo desde tiempo inmemorial— también se relamieron pensando que uno de los suyos estaba en Balcarce 50 y, por lo tanto, era “San Perón y que las deudas las pagara el patrón”. Las clases medias se sumaron a la esperanza luego de los padecimientos que habían sufrido con el macrismo. Y hasta hubo empresarios de peso que apostaron más fichas al populismo que hacía su regreso al poder que a la falsa derecha que habían imaginado que representaba Macri.

Aunque por elementales razones de concesión política el presidente deba negar de manera enfática que los recientes aumentos dispuestos para la clase pasiva no constituyen un ajuste, el hecho de que al menos dos millones y medio de personas cobren menos del importe que les corresponde conforme a la ley vigente, cuanto demuestra es lo contrario. De momento, el Poder Ejecutivo puede en forma discrecional subirle a unos y bajarle a otros los montos que fija la norma; porque nos hallamos en la Argentina. Entre nosotros el mandamás de turno siempre es superior a la ley, mientras sea capaz de imponer su criterio. Los juicios que enfrentará el Estado llevaran años y cuando deba hacer frente a las sentencias adversas, sólo Dios sabe dónde se encontrará Alberto Fernández.

Claro que hacer lo que le viene en gana tiene un límite. En julio deberá presentar una fórmula que reemplace a la que está suspendida de hecho. Si continuase con la cosmética y no se animase a borrar, de la cláusula de movilidad, la indexación automática en los términos que está planteada —que es la raíz del problema— el gasto social le estallará en las narices. Si —por el contrario— estuviese decidido a tomar el toro por las astas, resulta difícil imaginar cuál sería la reacción de los damnificados. En resumidas cuentas, cualquiera de los dos caminos está plagado de dificultades.

Con los gremios, las cosas tampoco lucen sencillas. Si bien es cierto que su militancia y su historia los predisponen a favor de un presidente de sus mismas observancias ideológicas, los afiliados están más atentos a sus bolsillos que a las “Veinte verdades” y al manual de conducta partidaria justicialista, el cual —a esta altura— a nadie le interesa. Por eso cayó en saco roto el pedido extendido a ellos por parte del gobierno, de que aceptasen el criterio remunerativo de sumas fijas en lugar del de las cláusulas gatillo. Moyano, Daer y compañía no son afectos a comer vidrio aunque en el envase se leyese “Hecho por el peronismo”. Los gordos, y los que no lo son tanto en ese mosaico variopinto que resulta hoy el sindicalismo criollo, desde antiguo ven con preocupación el avance incontenible de los llamados movimientos sociales. Además, no se llaman a engaño respecto de los efectos que arrastrará una inflación tan alta en 2020. Por lo tanto, cantan el “Perón, Perón, que grande sos…”, sin bajarse de sus planteos de máxima.

De su lado, los jueces y junto a ellos la totalidad de la judicatura —para ponerle un nombre que se entienda— se han pintado la cara y entonan canciones de guerra. Al proyecto que ha enviado al Congreso el Poder Ejecutivo lo juzgan inconsulto, parcial y hasta ofensivo.

Que un magistrado de la idoneidad profesional y la calidad moral de Ricardo Recondo haya abierto el fuego en su contra en una audición radial que repercutió en todos lados y corrió como reguero de pólvora, habla a las claras de que en esa materia no hay bandos enfrentados ni listas opuestas en el Poder Judicial. Corporativamente se siente afectado en punto a la víscera más sensible, según decía Juan Domingo Perón: el bolsillo. Y reacciona en consecuencia. La mención a la inconstitucionalidad en la crítica levantada por Recondo no es un dato menor. Al margen de quién lleve razón en este tema y quien carezca de ella —cosa que no es tan fácil de determinar— el dato que interesa es que el oficialismo ha sumado a un sector numéricamente insignificante pero políticamente decisivo a la serie de adversarios, enemigos o descontentos que andan sueltos.

Y, como si todo esto fuera poco, el campo se ha sumado a los cuestionamientos en un tono que se parece demasiado a una amenaza como para calificarla de simple advertencia. Es sabido que, en el conjunto de medidas tomadas por el oficialismo, las retenciones a las

Exportaciones del sector primario de la economía figuran en primer lugar. A falta de vocación y de sabiduría para bajar el gasto público, a los sucesivos gobiernos que hemos tenido en las últimas décadas no se les ha ocurrido mejor idea que cargar sobre las espaldas del campo el peso del ajuste. Alberto Fernández no podía ser la excepción a la regla. Sólo que desde que dirimió supremacías con el todopoderoso kirchnerismo diez años atrás y lo venció, la Mesa de Enlace no parece dispuesta a hacer las veces, otra vez, del pato de la boda. El discurso del presidente de la Sociedad Rural del día domingo en Bariloche fue elocuente y dejó entrever el clima de tensión que se vive. Hay productores que demandan un paro como medida de fuerza. Otros piensan en volver a las rutas. Todo indica que el conflicto está destinado a escalar en atención que sin las retenciones el gasto público es impagable y con las retenciones la asfixia del campo no es una exageración de ruralistas fanáticos.

La luna de miel ha llegado a su fin. Bastante duró si se toma en consideración que estado general de la Argentina —sobre el particular, el gobierno no miente cuando insiste acerca de la herencia que recibió— luce catastrófico por donde se lo mire. A lo cual debe agregársele el factor que condiciona al resto: la deuda externa —o, si se prefiere, la negociación en curso con el Fondo Monetario Internacional y los bonistas. Bien mirado, semeja al viejo dilema —o como prefiera llamárselo— del huevo y la gallina. Con esta salvedad: que mientras determinar qué fue lo primero —si lo uno o lo otro— viene a resultar un rompecabezas intelectual, llevado al campo de la política deja de ser un entretenimiento para transformarse en un peligro.

El gobierno insinúa algo así: “Hay un plan económico pero no he de ponerlo en conocimiento de todos, o sea, no lo haré público hasta cerrar a un acuerdo satisfactorio con los acreedores”. Estos, a su vez, piensan: “Si no tengo idea de cómo va a generar el gobierno argentino el superávit primario —indispensable a los efectos de honrar los compromisos contraídos— es imposible sentarse a negociar seriamente”. Los inversores agregan: “Si no hay plan a la vista y no conocemos cuál será el resultado final de las negociaciones con el FMI y los bonistas, poner plata en la Argentina resultaría suicida”.

¿Existe el plan económico que todos están esperando o es que la administración de Alberto Fernández no hizo los deberes cual correspondía, cuando todavía había tiempo, y ahora no se anima a enfrentar la reacción que suscitaría saber que está en pañales? Difícil contestar con alguna precisión. En teoría —y malogrado lo preciso o vago, lo acertado o descaminado que resulte— sería inconcebible que el kirchnerismo no se haya tomado el trabajo de confeccionar un plan de acción pormenorizado desde el momento que tomó conciencia de la magnitud de su triunfo en las PASO. No habría justificativo para explicar un grado de desidia, incompetencia e irresponsabilidad de tamaña naturaleza, si acaso fuese cierto que nada definió. Debe pensarse, pues, que existe. Ahora bien, llegados a esta instancia, el seguir ocultándolo carece de toda lógica. ¿Esconderlo, para que? Por lo visto, el secreto y la sorpresa son un argumento en la estrategia gubernamental. De creérsele al presidente y a sus principales colaboradores, el plan está guardado y bien guardado bajo siete llaves. A veces, la racionalidad del kirchnerismo es vidriosa.

(*) Prensa Republicana

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